Columna publicada el domingo 31 de marzo de 2024 por El Mercurio.

“El rey no puede equivocarse”. Así rezaba un viejo adagio monárquico, que buscaba liberar al rey de toda responsabilidad. En caso de dificultades, siempre habría algo o alguien a quien apuntar: asesores, ministros, enemigos o circunstancias varias. Se trataba, desde luego, de una ficción, pero de una ficción útil que protegía la legitimidad del rey. Era un modo de preservar la institución: el monarca siempre tiene fusibles que paguen los costos.

Es sabido que nuestros regímenes presidenciales tienen mucho de monarquías republicanas. En rigor, el primer mandatario no solo heredó algunas prerrogativas (por ejemplo, el indulto), sino que reemplazó simbólicamente la unidad y la instancia de poder. De allí los enormes privilegios de los que goza la figura presidencial. Sobre el Presidente descansa la institucionalidad y él encarna, en último término, la continuidad del Estado. Es, según la expresión de Diego Portales, el principal resorte de la máquina. Por lo mismo, no debe extrañar que en los sistemas presidenciales subsista cierta tendencia a exculpar al Presidente. La culpa es de otros (segundo piso, gabinete, coalición díscola, Parlamento fragmentado, o lo que fuere), pues queremos salvar la Presidencia misma, más allá de la persona que esté en el cargo. El Presidente no puede equivocarse.

Sin embargo, toda ficción tiene límites y requisitos. Por de pronto, el primer encargado de cuidar la ficción es el propio mandatario, que debe ser plenamente consciente de su lugar. Para esto, debe mantenerse a prudente distancia de la política chica, conservar la libertad respecto de sus colaboradores y, en definitiva, simbolizar lo permanente; es más jefe de Estado que de gobierno. Ni el Presidente ni el rey pueden equivocarse en cuanto representantes de la nación.

No es seguro que Gabriel Boric —ni su entorno más directo— haya reflexionado mucho sobre estas cuestiones. En efecto, muchos de los problemas que enfrenta el mandatario guardan relación precisamente con su composición de lugar en cuanto Presidente. Dicho de otro modo, resulta imposible cuidar al Presidente si el Presidente no se cuida primero a sí mismo. No debe extrañar, en ese contexto, que sea cada vez más difícil exculpar al Presidente de las deficiencias de su gobierno, pues él está en el origen directo y explícito de muchas de ellas. Guste o no, él se ha ido transformando en el problema. Un dato revelador al respecto es que incluso sus ministros más talentosos y prometedores no solo no brillan, sino que parecen encogerse conforme pasa el tiempo.

Un episodio reciente grafica bien la cuestión. Al inaugurar una planta desaladora vinculada al grupo Luksic, el Presidente criticó duramente cierto discurso empresarial, llamando a abandonar “la soberbia paternalista que lleva a emitir juicios denigratorios a gobiernos que obedecen a la voluntad popular”. Y remató: “Para que se entienda más claro, más Narbona, menos Craig”. Como no era nada evidente lo que quiso decir, durante varios días las especulaciones se multiplicaron. Al ser interrogada, la vocera dijo ignorar el sentido de las palabras (¿qué hace una vocera que no explica ni aclara?). Poco después, y con visible fastidio, la ministra del Interior dilucidó el enigma: la frase original era “más Fontbona, menos Craig”, en alusión a las dos ramas de la familia Luksic. Así, los Luksic Fontbona serían constructivos, mientras que los Luksic Craig serían destructivos.

Los errores cometidos son, al menos, tres. En primer lugar, es extraño criticar los juicios denigratorios recurriendo a la denigración. El Presidente se vio envuelto en una trampa performativa: por un lado, suele llamar a la unidad y la concordia; y, por otro, deja escapar exabruptos que solo crispan el ambiente. Como fuere, no es demasiado “inclusivo” separar así dos ramas de una misma familia. En segundo término, el Presidente fuerza a la ministra del Interior —que tiene otras preocupaciones y urgencias— a dar cuenta de dichos infantiles e impropios de un Presidente de la República. Es cierto que los ministros deben cubrir al mandatario, pero eso debe estar al servicio de un proyecto, no de exabruptos personales.

Con todo, lo más delicado es lo siguiente. El exabrupto del Presidente deja ver que Gabriel Boric no logra comprender a cabalidad que, en Chile, las instituciones son más fuertes que las personas, y que el cargo impone deberes y restricciones que nadie puede eludir impunemente. Si Gabriel Boric quiere seguir jugando al joven rebelde, pues bien, hay tantos otros trabajos donde podría hacerlo sin problema. Pero la Presidencia no funciona si el Presidente no quiere, efectivamente, presidir; la Presidencia no funciona si el Presidente no está dispuesto a negarse a sí mismo. De algún modo, el Presidente aún no decide qué Presidente quiere ser, ni qué gobierno quiere liderar (y eso explica la constante cacofonía oficialista, que oscila como si nada entre la batalla cultural, la presión social y los militares en la calle).

Para que se entienda más claro, necesitamos más Presidente y menos “yo”. Solo así podremos volver a decir con tranquilidad: el Presidente no puede equivocarse.