Columna publicada el 23.07.19 en El Líbero.

La política volvió a ser interesante y el letargo noventero terminó. Todo indica que se avecina una época de mayor convulsión: no solamente por Trump, el Brexit o las democracias iliberales de Europa; sino también por el auge de empresas privadas con más poder que los propios gobernantes (como Facebook o Twitter), la automatización, el crecimiento del Estado administrativo o el rol protagónico de los jueces en la política. Hay ciertos acuerdos liberales hegemónicos que están siendo desafiados, y nuestros esquemas institucionales clásicos han mostrado ser incapaces de lidiar con estos cambios. Esto exige volver a pensar nuestras instituciones.

En momentos como el nuestro, en que el estupor nos tienta a negar los problemas más que a enfrentarlos, haríamos bien en mirar hacia atrás y reflexionar sobre los pasos de nuestra tradición republicana, que en sus inicios fue capaz de sobreponerse al caos e instaurar el orden. Si es más justo, como respondió Aristóteles, ser gobernado por las leyes que por los hombres, este nuevo escenario hace resurgir la pregunta sobre cómo tiene que ser ese orden.

Andrés Bello fue uno de los más importantes forjadores de las instituciones de nuestra república. Repasar su legado —tanto su obra como su trayectoria vital— implica enfrentarse a la pregunta de cómo evitar el caos y generar orden; tal vez sus dos preocupaciones fundamentales. Así lo muestra una selección de sus textos, recientemente publicado como Repertorio Americano (Penguin, 2019), editado por el historiador Iván Jaksic. ¿Cómo sujetar la conducta humana al gobierno de las instituciones republicanas? ¿Cómo hacerlo de manera justa? En una época de tanta convulsión, incertidumbre y cambio, como los inicios de nuestra vida independiente, el redactor del Código Civil fue capaz de concebir un orden para esa república que recién nacía. Y no es sorprendente que a una cabeza tan humanista y erudita como la suya le interesara tanto el derecho, porque los sistemas jurídicos son una pieza fundamental de una comunidad ordenada. El buen derecho es condición de posibilidad de instituciones y leyes que permitan mirarnos como iguales. Nos aseguran no ser manipulados ni por la autoridad ni por individuos poderosos, y permiten que haya predictibilidad en las relaciones humanas, que podamos hacer planificaciones de largo aliento. Sin derecho no hay autonomía posible.  

Pero Bello bien sabía que el correcto diseño y funcionamiento de los sistemas jurídicos, como el de toda institución, depende de las condiciones concretas del tiempo y lugar en que están insertos. Por eso el legado de Bello va más allá de su persona: las circunstancias cambian y tenemos que actualizar nuestras concepciones institucionales a fin de amoldarlas al presente. En este sentido, honrar el legado de Bello exige buscar nuevas referencias que, enfrentando su mismo dilema, contribuyan a dar cuenta del escenario actual. La publicación de la traducción definitiva de La moral del derecho (IES, 2019), de Lon Fuller, busca cumplir esa función. Una clara línea de continuidad une a ambos autores, representantes de una reflexión institucional —realista, si se quiere— sobre las instituciones y el sistema jurídico que les da soporte. Si a Bello le interesa la unidad en la lengua castellana, así como la claridad en cuáles eran las leyes, de modo que fueran capaces de guiar nuestra conducta, a Fuller le interesan las condiciones para que esas reglas sean posibles de ser obedecidas y ofrezcan buenas razones para actuar.

¿Qué necesita un sistema jurídico para funcionar bien? La respuesta no está solamente en leyes que promuevan el bienestar humano. Ellas deben ser creadas y administradas de una manera especial, lo que requiere de un trabajo de artesanía y buena técnica que está lejos de ser obvio. Basta notar la discrecionalidad con que algunas municipalidades y la Contraloría toman sus decisiones, o con la cantidad de leyes mal hechas (pensemos en la Ley Emilia, que hoy no se aplica) o que imponen responsabilidad penal de manera retroactiva.  Más aun, como en los asuntos humanos no caben soluciones geométricas nítidas, se necesita de cierta capacidad artística que logre generar acomodaciones. Al tematizar estas ideas, Fuller articula intuiciones antiguas para traerlas al presente. Rejuvenece una forma de pensar que Bello dominó con maestría y que, hoy más que ayer, parece ser crucial para navegar por los cambios con los que la historia no deja nunca de sorprender.