Columna publicada el sábado 7 de noviembre de 2020 por La Tercera.

En vez de tratar de aprovechar el respiro sanitario estival para reactivar la economía, el tema en el Congreso es cómo reventar los fondos de pensiones. Con carita de mártir nos dicen que están “luchando” por ello. Aunque igual les quedó tiempo para destituir al Ministro del Interior a una semana del asesinato de un carabinero con armamento de guerra en la mitad de la carretera. Y no se arrugan para “condenar la violencia” pero proponer al mismo tiempo que su uso político sea un eximente de responsabilidad penal. Se niegan, eso sí, a cualquier reforma institucional hasta que la nueva Constitución esté lista. Puede que haya necesidades urgentes, pero se arruinaría el efecto “refundación”.

Ellos son nuestros representantes. Por acción u omisión los elegimos. También los despreciamos, por cierto. Eso muestran todas las encuestas. Y ese desprecio se amplifica en medio del momento populista: “el pueblo” sería virtuoso y sufrido, mientras que ellos serían parte de élites idiotas e indolentes.

De lo segundo quedan pocas dudas. Mientras más se esfuerzan los políticos por imitar la indignación popular, más patéticos y miserables se ven. A nadie con ese sueldo le duele tanto la precariedad ajena, y los candidatos aduladores y “señor Bolainas” enfurecen a cualquiera. La mascarada le agrega insulto al daño. Pero la primera idea merece dudas. ¿Es tan virtuoso “el pueblo”? ¿No que cada país tiene los gobernantes que se merece? ¿Qué dice de nosotros nuestra clase política?

Hay un infantilismo canalla en nuestros representantes. Una inseguridad profunda, que lleva a la impostura permanente. Cuesta pensar que personajes como Quintana, Jiles, Durán, Walker, Silber, Guillier o René García, entre muchos otros, se respeten a sí mismos. El cantinfleo malintencionado los delata. El eterno tirar la piedra y esconder la mano. La ambigüedad ladina del que no se atreve a ser.

La pregunta es si este déficit del ser no es un rasgo nacional. El glorificado sarcasmo de Julio César Rodríguez, Don Francisco o Kike Morandé así lo indicaría. El “ingenio” bribón de Condorito también. Ni hablar del ubicuo chaqueteo permanente. Si uno mira con cuidado, el imbunchismo, el deseo de tullir el ser ajeno, salta a la vista en muchos rincones de nuestra convivencia.

La violencia del estallido social y la docilidad previa serían, entonces, dos caras del mismo mal, diagnosticado por Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”: “La desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada que teme y que finge ante el señor”.

Chile, desde esta perspectiva, no habría “despertado”, sino que estaríamos en una faceta agresiva de nuestra propia inseguridad impotente. La revuelta como fiesta, como “embriaguez que se quema a sí misma” (Paz de nuevo), pero no como un hacerse cargo de uno mismo. El nuevo Chile como demolición de lo existente hasta que la pequeñez y la falta de carácter no se sientan amenazadas por su entorno. Hasta que la indignidad -eso es el miedo a ser- se haga paisaje, bajo la máscara de su contrario. ¿Cuánto de esto hay?