Carta publicada el sábado 3 de febrero de 2024 por La Tercera.

SEÑOR DIRECTOR:

El reciente estudio “Chile post plebiscitos” (LEAS UAI y Datavoz) indica que un 40% de los chilenos está insatisfecho con la democracia. Además, solo un 5,2% se declara muy satisfecho con ella, y un 25,8% cree que en ciertas ocasiones “un gobierno autoritario puede ser preferible”. Ninguno de estos datos sorprende demasiado -las cifran coinciden con otros informes- y, por tanto, urge reflexionar sobre los motivos que explican este cuadro.

En lo inmediato, es obvio que nuestro sistema político adolece un grave déficit de resultados; de eficacia en la resolución de los problemas más acuciantes, comenzando por delincuencia y economía. Así lo ratifican los últimos hallazgos de la plataforma Tenemos que hablar de Chile (UC y U. Chile): hoy, en todas las generaciones y estratos sociales, “hay un desborde de la preocupación por la seguridad hacia los distintos ámbitos de la vida”.

Naturalmente, lo anterior atenta contra la credibilidad de los gobiernos democráticos (de cualquier signo). Desde antiguo es sabido que las autoridades se justifican y legitiman, en gran medida, por su capacidad de coordinar con eficacia la vida común. Si, en cambio, predomina la percepción de que se fracasa en forma sistemática al resolver los problemas, es inevitable que aumente el desencanto respecto de la política.

Con todo, ese desencanto también tiene una dimensión global, que conviene poner en perspectiva histórica. En extrema síntesis, el auge democrático que siguió al horror totalitario se vio favorecido, primero, por la cruda constatación de que los otros regímenes disponibles -fascismo, nazismo y leninismo- eran mucho peores. Y, segundo, por una aproximación plural a la política. En concreto: se le reconocía plena legitimidad a diversas tradiciones y miradas; no solo al liberalismo (basta recordar el papel que jugaron los referentes de inspiración cristiana en esa época).

Ambas lecciones hoy parecen olvidadas. Algunos minusvaloran el peligro de los caminos alternativos, pero el siglo XX fue elocuente al respecto (y, a su modo, la fallida Convención de 2022 también). En paralelo, otros niegan legitimidad democrática al mundo no progresista, ya sea cristiano o laico (por ejemplo, asumiendo que el aborto es un “mínimo civilizatorio”). Nada de esto ayuda a fortalecer nuestro frágil régimen político. Este debe convocar, no excluir.