Columna publicada el domingo 4 de febrero de 2024 por El Mercurio.

Ricardo Lagos anunció su retiro de la vida política y su decisión nos obliga a revisar tanto su trayectoria como su legado. Dicha revisión no está motivada solo por el afán de comprender el pasado, pues —guste o no— su figura sigue siendo una pieza crucial del presente. Al fin y al cabo, el exmandatario está en el centro de nuestras discusiones. De algún modo, todo lo que ha vivido Chile en los últimos 10 años puede resumirse en una pregunta: ¿qué hacemos con Lagos y el laguismo?

En virtud de lo anterior, no deja de ser llamativa la lluvia de elogios que recibió al comunicar su paso a los cuarteles de invierno. Una explicación posible es la siguiente: la salida de Lagos deja un sabor a nostalgia. En efecto, su retirada simboliza el fin de una época, el fin de un modo de comprender a Chile y su historia y también, el fin de un modo de concebir la nación. Puede decirse, sin exagerar, que Ricardo Lagos es algo así como el último republicano. Lagos deja la escena y la república que él encarna parece abandonarnos al mismo tiempo. De allí la sensación de vacío.

En cualquier caso, el vacío no tiene nada de casual. El laguismo, cabe recordar, fue la bestia negra de la nueva izquierda, que desde un principio aspiró a destruir su legado. Aunque hoy nadie quiera admitirlo, el ascenso fulgurante del Frente Amplio —y de Gabriel Boric— fue posible gracias a la demolición previa de cualquier resabio de laguismo. Es innegable que esa nueva izquierda triunfó electoralmente, pero está sufriendo una derrota doctrinaria de proporciones insospechadas, y en el centro de esa derrota —cotidiana e implacable— también está Ricardo Lagos. Dicho de otro modo, el Presidente Gabriel Boric quiere parecerse cada día un poco más al presidente Ricardo Lagos, sin contar con ninguna de las herramientas necesarias para lograrlo y luego de haber contribuido alegremente a demoler su herencia. Esa es su tragedia, ese es su fracaso.

Basta mirar cualquier aspecto de la figura del expresidente para ilustrar el punto. Lagos es hijo de una educación pública extraordinariamente selectiva, que proveía de cuadros al Estado: Liceo Manuel de Salas, Instituto Nacional, Universidad de Chile. Desde luego, dicho sistema tenía defectos, pero permitía generar y mantener cierta pluralidad al interior de las élites gobernantes. Hoy, nada de eso resulta posible porque los dirigentes de la nueva izquierda (provenientes mayoritariamente de la educación particular) decidieron dinamitar sus fundamentos.

Esto nos lleva a una segunda consideración: en Lagos no hay ruptura con la historia de Chile, porque él mismo está plenamente inscrito en ella. Su condición de hijo de la república le permitió comprender tempranamente que el país no merece refundaciones, pues el pasado contiene elementos valiosos que vale la pena preservar. De hecho, uno de sus rasgos más característicos es su honda conciencia histórica: para él, la actividad política siempre fue un modo de dialogar con una historia larga. Por lo mismo, su relación con el Estado no tiene nada de conflictuada. En su mirada y en su experiencia, el Estado ha sido la gran instancia mediadora, el gran instrumento para elevar la calidad de vida de las masas (hay mucha afinidad con Mario Góngora en este punto); aunque siempre comprendió que el aparato público debe colaborar con la sociedad civil en lugar de enfrentarse a ella. El Estado, bien conducido, libera mucho más de lo que oprime, y por ese motivo puede usar legítimamente la fuerza bajo ciertas circunstancias. Lagos también creyó siempre en la nación, lo que supone creer también en las fronteras y su resguardo. La nueva izquierda —influida por teorías posmodernas de dudosa utilidad política— piensa el Estado como agente de dominación y, en consecuencia, tiene enormes complejos a la hora de administrarlo. Lagos, sobra decirlo, no tenía ninguno de esos problemas. En suma, Lagos hacía política mientras la nueva izquierda hace performances.

Desde luego, nada de lo anterior implica que el exmandatario no haya cometido errores. Por ejemplo, durante su gobierno se dejó seducir más allá de lo prudente por la tercera vía y muchas de sus tesis asociadas que no envejecieron nada de bien. Luego, a partir del 2011 coqueteó con las ideas autoflagelantes, sin percatarse de que, al poco andar, su figura sería arrastrada en esa vorágine. Con todo, la principal debilidad del laguismo fue su escasa penetración en su propio sector, la izquierda. Quizás por su mayor cercanía con el PPD que con el PS, quizás porque nunca —nunca— quiso identificarse con Salvador Allende, quizás porque su estampa fue demasiado portentosa o por el motivo que fuere, el hecho es que la izquierda nunca quiso reconocerlo completamente como propio. Lagos fue siempre una figura un poco prestada, que se sostenía sobre sí misma más que sobre el sector. Para decirlo en simple, la izquierda chilena ha sido reacia a seguir el camino sugerido por Lagos. Esto es fundamental para comprender los nudos actuales. En efecto, la verdad última del gobierno de Gabriel Boric es su dependencia de Ricardo Lagos, aunque fuera por oposición. Los hijos rebeldes son, quizás, quienes más deudas pendientes tienen con sus padres.