Columna publicada el 07.08.18 en El Líbero.

“La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República”. Esta famosa frase de Diego Portales sintetiza bien las razones por las que era partidario de un régimen autoritario. Según le manifestó en su carta a José Manuel Cea, una vez que los ciudadanos “se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”.

El demócrata liberal, se supone, no podría menos que escandalizarse ante la perspectiva de un gobierno de esas características.Después de todo, la libertad sería un valor que en Occidente alcanzó un punto cúlmine, insuperable, el logro último de ese anhelo eternamente ansiado por la humanidad. El escándalo apuntaría a que lo propio de la democracia es el derecho a participar de la vida política con igual consideración y respeto. A esto parecía referirse Isaiah Berlin cuando, en su ensayo sobre las libertades, sostuvo que la falta de libertad de que muchos se aquejan no es más que falta de reconocimiento. La constitución de nuestra personalidad y desarrollo exige reconocimiento del otro: que nos consideren en nuestra individualidad como un agente responsable capaz de decisiones, alguien digno, valioso; pues, en algún sentido, nos construimos en contacto con el otro.

Sin embargo, nuestros liberales parecen estar cada vez más cerca de Portales y lejos de Berlin. El credo liberal de hoy, en efecto, ha asumido una moralización fuerte del conflicto político.Ejemplos sobran: cuando callan ante las restricciones a la libertad de asociación (como los intentos de eliminar de facto la conciencia institucional); cuando miembros de Evopoli fuerzan a su senadora a renunciar a la vicepresidencia del partido por su postura ante el matrimonio; cuando los liberales del Frente Amplio celebran las golpizas a José Antonio Kast; o cuando llaman fachos pobres a los votantes de Piñera; muestran una curiosa actitud portaliana: para participar en la vida política se requiere cierta condición moral. Y esa condición no puede responder a cualquier visión, por supuesto, sino -y solamente- a la liberal. La consecuencia es que el maniqueísmo se transforma en la tónica: si no participas de nuestro credo no puedes participar válidamente en la discusión política. Son los buenos contra los malos. Kast y la senadora Aravena piensan lo que piensan no por razones que sean políticamente atendibles, sino porque son o inmorales (“Kast es un nazi”) o derechamente ineptos, pues no están al día en el progreso moral, se quedaron atrás y necesitan ser educados. Igual que los pobres.

En lugar de enfrentar el conflicto político, nuestros liberales lo eluden. Descalifican al que piensa distinto y lo ubican -recurriendo al vago discurso de los derechos- fuera de lo moralmente permitido. Como no podemos tolerar a los intolerantes, nos dicen, no podemos discutir con quienes no estén al día en nuestras posturas políticas.

Pero cuando adoptamos esta noción de cierto progreso inevitable, de que esta versión del liberalismo es la única postura válida, caemos en un autoritarismo no muy distinto al portaliano. La coerción es más sutil pero no por ello menos efectiva: la corrección política -su principal herramienta- está logrando notables efectos homogeneizadores y normalizadores en el pensamiento. Quizás el liberal se sorprenda (o se ría) ante esta comparación. Lamentablemente, yo también.