Columna publicada el lunes 15 de enero de 2024 por La Segunda.

En su feroz crítica al imperio romano, Agustín de Hipona parece no dejar en pie aspecto alguno de dicho mundo. Con razón se ha dicho que “La ciudad de Dios” puede ser vista como la primera obra en que un pensador ofrece una crítica global de su propia sociedad. Se puede matizar ese tipo de afirmación, desde luego, pues siempre, desde sus inicios, la filosofía ha tenido algo de crítica de la cultura circundante. A la escala de Agustín, con todo, no era común practicarla.

Y, sin embargo, hay un aspecto de la vida romana que parece escapar a esa voraz crítica. El derecho romano no es objeto de mayor atención por parte de Agustín, y la atención que le presta es más bien elogiosa. Reconoce que ha habido alguna ley de la cual avergonzarse –como la ley voconia que limitaba el derecho de las mujeres a heredar–, pero en general trata la legislación romana con un respeto que no le merece ni su culto ni sus glorias militares. Si de algún modo se puede sintetizar su mirada de la ley es en su idea de que “las leyes de los romanos son próximas a las opiniones de Platón” (II, 14). Ese elogio no es pequeño. Pero para Agustín tal encomio va de la mano de una mirada más bien escéptica respecto de su eficacia social. Las leyes romanas son tan buenas como las opiniones de Platón, pero tan impotentes como esas opiniones ante otras fuerzas que dan forma a la vida en común.

Para un país legalista como el nuestro no está mal verse confrontado con esta mirada, y la discusión en torno a fenómenos como Peso Pluma es una instancia ideal para exponernos a ella. También nosotros tenemos nuestras leyes, de tradición bien noble; y si bien no tenemos a filósofos como Platón, tenemos una idea de cuánto una figura así puede importar. Pero la preocupación por estas dimensiones, como la siempre recurrente preocupación por la educación, puede llegar a ser frívola cuando ignoramos el peso formativo de nuestra música y nuestra televisión. Es en el culto y el espectáculo, como notaba Agustín, que se forma de modo decisivo las inclinaciones de los ciudadanos. Lo que ocurre o deja de ocurrir ahí no se compensa con discursos en el aula.

De esa constatación no se sigue ningún curso de acción único. Habrá manifestaciones culturales horribles respecto de las que poco quepa hacer; habrá muchas que son expresión y no causa del horror que cantan. Pero están también aquellas que al menos no merecen promoción ni aliento. No se requiere dar ningún giro “puritano” para tomar conciencia de ese hecho. Sí se requiere recuperar todo el arco de respuestas que hay entre la indiferencia y la censura, y recuperar así el mínimo de ambición ética y cultural que mantiene despierta a una sociedad.