Columna publicada el domingo 7 de enero de 2024 por La Tercera.

La principal noticia de esta semana, para pesar del Presidente, es una mala noticia. Y no es por culpa de los matinales, sino del estado de nuestra educación: los resultados de la PAES revelaron, entre otras cosas, un dramático aumento de la brecha –ya significativa– entre colegios privados y públicos. Así, las percepciones medidas por el último informe del COES respecto de la baja confianza en la promesa de la educación como vía de ascenso social, viene a confirmarse brutalmente con los datos duros. Información que el gobierno, inexplicablemente, intentó mantener entre cuatro paredes (amenazando incluso con acudir a la Superintendencia), con la justificación de un supuesto cuidado por las personas involucradas. Se hundieron así en una polémica innecesaria que por lo demás siempre iban a perder, sobre todo cuando ellos –como suele ocurrirles– se han alzado una y otra vez como los defensores de la transparencia. Justo cuando toca en la materia más cara para el Ejecutivo, deciden ponerse recelosos. Sin embargo, con su apuesta no protegieron la identidad de nadie y de paso confirmaron que ha sido en su mandato –triste paradoja– que la educación pública ha mostrado sus peores cifras.

Tal vez querían evitar que se confirmara el fracaso. Porque este no es solo un panorama trágico respecto de la educación nacional, sino que también ilustra la profunda contradicción de un mundo que irrumpió en la escena política denunciando justamente la desigualdad del sistema educativo. Y por lo visto, no ha hecho más que colaborar protagónicamente en su derrumbe. Primero, sumándose a la agenda que impulsó la gratuidad universitaria como la bandera fundamental para avanzar en inclusión, mientras se echaba abajo la selección de liceos emblemáticos que, aparentemente, perpetuaban las exclusiones y segregaciones del sistema. Ni la gratuidad ni el fin de la selección modificaron el escenario; al contrario, parecen haberlo empeorado aún más. El Instituto Nacional llegó al lugar más bajo en cuanto a resultados en los últimos 18 años. ¿Esa era la democratización buscada? Porque quizás hoy muchos pueden entrar en él, pero no ganan nada con ello. Ya no podrán ir, como antes, a disputar un lugar entre las élites, diversificándolas; y aunque tal vez muchos llegarán a la universidad, el abismo respecto de los más privilegiados será progresivamente irremontable. Ya nada augura un mejor futuro. Al contrario, solo se incuban nuevas y más graves frustraciones. 

En alguna medida, es comprensible que el gobierno intente contener estas conclusiones. Son demasiado dolorosas, pues revelan que, hasta el momento, no han sabido hacer mucho más que desmontar. Es que el discurso exclusivo de denuncia que los ha caracterizado no alcanza para construir nada, porque ello solo puede hacerse con éxito a partir de lo que se tiene. De una adecuada ponderación de avances y deudas pendientes, para que las mejoras no se hagan a costa de lo conseguido en el tiempo. Es cierto que la profunda crisis de nuestra educación no empieza con este gobierno ni es responsabilidad de un solo grupo. La deuda es de toda la política, y harían bien en acusar recibo todos los involucrados. Sin embargo, quienes hoy habitan La Moneda participaron de la inspiración y diseño de transformaciones que, en el mejor de los casos, no sirvieron de nada. La educación pública está más empobrecida y abandonada que nunca. El gueto de marginalidad tan severamente acusado no ha hecho más que crecer. ¿Cuál será la explicación y qué ofrecerán a cambio? Quizás guardarán silencio, a ver si pasa la vorágine y la opinión pública se olvida. Pero la bomba de tiempo seguirá creciendo, azuzada por sus propias promesas y agendas que ni al chocar con la realidad se ven modificadas. ¿Cuál será el límite para que empiece la autocrítica? Si no es el destino de nuestros niños, cuesta pensar que algo pueda despertar ese ejercicio. Y la tragedia es que no hay otro modo de enmendar el daño.