Columna publicada el domingo 19 de noviembre de 2023 por La Tercera.

Leí con atención la declaración en contra de la propuesta constitucional emitida por Antonio Bascuñán, Felipe Harboe, Óscar Landerretche, Javiera Parada y Andrés Velasco, a cada uno de los cuales aprecio y respeto. Es un agrado leer críticas redactadas por personas cuyo razonamiento no se ha convertido en una extensión de su cuenta de Twitter. Y concuerdo, además, con algunas de sus críticas al texto. Por ejemplo, la reforma al sistema político podría y debería haber sido más profunda, aunque la presentada está lejos de ser “cosmética”, y la forma en que se establece el Estado Social se encuentra llena de tensiones difíciles de resolver.

Discrepo, eso sí, en la pretensión de hacer equivalentes el proceso de la Convención y el llevado adelante por el Consejo. El primer texto no sólo era programático, sino que era una pieza en un intento de asalto al poder del Estado por parte de grupos radicales. Tal como afirmó Giorgio Jackson en su momento, además, era la carta maestra en la estrategia política del gobierno. Dicha propuesta no fue rechazada, en lo principal, por las payasadas de tres convencionales, sino por el extremismo de sus contenidos. El proceso actual nació lleno de limitaciones que hacían improbable que se repitiera esa experiencia, y eso se cumplió: si hoy la extrema derecha y la extrema izquierda están unidas en condenar la propuesta no es por magia, sino porque se trata de un texto que no satisface las expectativas de ninguno de esos sectores. El Estado social y democrático de derecho aparece fusionado, a ratos toscamente y a ratos de manera virtuosa, con el Estado subsidiario. Luego, estamos frente a una vía media, aunque con matices conservadores, y no frente a una vía radical.

Lo que afirmo se refleja, me parece, en las encuestas: la Convención inició su camino con un 80% de apoyo, y lograron destruir esa base de sustentación de manera progresiva y sistemática. El Consejo vino al mundo con un rechazo que ya representaba a casi la mitad del electorado, y la opción “a favor” ha ido creciendo lentamente -gracias a sus propias virtudes- a lo largo del tiempo. No pueden ser tratadas como si fueran lo mismo, pero con colores distintos. No lo son, y el deseo de ecuanimidad, si es honesto, debe hacer esa concesión.

Por otro lado, y lo que me parece más importante, es necesario evaluar con franqueza la situación en que quedamos de no aprobarse el texto. El sistema político quedará tal cual. No habrá mejoras ni insuficientes ni suficientes en él. La declaración de los liberales progresistas en ese punto arranca hacia las costas del wishful thinking, haciendo un llamado a los incumbentes a modificar las reglas del juego político de una manera que los dañaría a ellos mismos. Esto deja en evidencia que no existe un plan B realista: rechazado el texto, las cosas seguirán como están. Y no están bien. Lo perfecto es enemigo de lo bueno.

Otro aspecto de la realidad no considerado en la declaración es que el encargado de iniciar el aterrizaje del texto constitucional y la transición institucional que involucra sería el gobierno del Presidente Boric. Esto le daría propósito al gobierno, aunque no fuera exactamente en la dirección que ellos hubieran deseado (que era la fijada por la Convención). En vez de un gobierno de izquierda habilitado para hacer y deshacer por una Constitución de izquierda, tendríamos un gobierno de izquierda materializando un orden institucional que no es de su pleno agrado. Esto crea un escenario político más equilibrado y podría permitir que la actual administración concluya con algún legado valioso que reivindicar, en vez de enfrentar otros dos años de guerrilla ridículo y esterilidad. Quiéranlo o no, despejar el tema constitucional sería un alivio no sólo para una ciudadanía que lleva cuatro años esperando respuestas, sino también para un gobierno que lleva dos girando en círculos.

En suma, creo que aunque muchas de las críticas a la propuesta sean certeras, el 17 de diciembre tendremos que elegir entre dos realidades postplebiscitarias, ninguna de las cuales calza con el escenario ideal que los redactores de la declaración -o yo mismo- hubiéramos preferido. Y eso me inclina hacia el “a favor”.