Columna publicada el domingo 5 de noviembre de 2023 por El Mercurio.

“Chile obtuvo medalla de oro gracias a un deportista migrante de ingreso ilegal. Hasta los xenófobos lo aplaudieron. Cosas de la vida”, así reaccionó el secretario general del PS, Camilo Escalona, al galardón obtenido por Santiago Ford, de origen cubano, en los juegos panamericanos. Desde luego, el comentario guarda relación con la discusión constitucional, pues el texto propuesto incorpora disposiciones que buscan limitar drásticamente la inmigración ilegal. La pregunta espontánea que surgió una y otra vez fue la siguiente: ¿el nuevo texto habría permitido el ingreso y permanencia de un deportista como Ford? ¿No nos conmina su ejemplo a celebrar los inmensos beneficios de la migración, con independencia de su origen y naturaleza?

Más allá de las disquisiciones técnicas respecto del alcance del texto —que remite expresamente a la ley—, el caso es un espléndido revelador de nuestra situación (y, en particular, de la situación de cierta izquierda). Por de pronto, la historia de Ford posee una indudable carga emotiva. Salió de Cuba en busca de mejores horizontes deportivos. Viajó a Guyana, de allí pasó a Brasil y atravesó la selva en camioneta. Luego, fue al Perú, país que recorrió entero hasta llegar a Tacna. Para cruzar a Chile, tuvo que entregarles sus pocos dólares a policías peruanos, que lo amenazaban con deportarlo, y en seguida caminó a Arica siguiendo la línea del tren. El periplo terminó en Santiago, donde debió combinar su entrenamiento con trabajos de diversa índole. La historia tiene todos los ingredientes para emocionarnos: hay esfuerzo, superación y perseverancia; hay un sueño cumplido luego de sortear con éxito todos los obstáculos. ¿Quién no podría alegrarse y sentir el corazón contento? ¿Quién podría votar A favor después de tales proezas coronadas por una medalla de oro?

La narrativa es tentadora y, sin embargo, entraña demasiadas dificultades como para pasarlas por alto. De hecho, la travesía de Ford pone en evidencia el pasillo en el que están convertidas hace años nuestras fronteras. A Chile entra quien quiere, casi sin disuasivos ni impedimentos. Supongo que esta es una buena noticia para los cosmopolitas de todos los colores, pero ningún país digno de ese nombre puede perder completamente el control de sus fronteras. Esto ocurrió a vista y paciencia de todos nosotros: fuimos víctimas de la ilusión según la cual las naciones habían cumplido su ciclo y que, en consecuencia, las fronteras debían ser abolidas cuanto antes. ¡Bienvenidos todos!, como repetía una y otra vez el diputado Gabriel Boric.

Lo curioso es que la película tiene un final conocido, pues el mismo libreto se ha repetido en muchos países. La lógica puede resumirse como sigue. Las élites globalizadas solo consideran las ventajas de la migración, pues disfrutan de los beneficios asociados, mientras que la población general tiende a ser mucho más sensible a sus costos. Se produce entonces una brecha de percepciones, que es la fuente de muchos peligros que acechan a la democracia. Al fin y al cabo, la crisis de la representación política se teje, precisamente, en estas grietas. Como fuere, las clases dirigentes carecen de herramientas para ver las tensiones que, a nivel popular, genera la migración masiva. En el fondo, sus privilegios les impiden percibir la realidad, y, por lo mismo, tildan de xenófoba a cualquier posición disidente. Aunque Camilo Escalona es un político ducho y experimentado como pocos, cede a esa tentación. Si añadimos a este cuadro los problemas de seguridad vinculados a la criminalidad importada, la cuestión no puede sino complicarse. Dicho de otro modo, hay que estar muy extraviado para suponer que una medalla panamericana puede revertir la sensación ambiente respecto de la migración.

Sobra decir que acá caben posiciones moderadas, que no implican un rechazo integral a la migración, y, por lo demás, todos podemos compartir la admiración por los logros de Ford. Sin embargo, la política no es un concurso de buenos sentimientos ni una puesta en escena de superioridad moral. Los defensores de la migración deberían ser los primeros interesados en que esta transcurra de modo ordenado y regular, pues, de lo contrario, el resultado es una reacción patológica. El fenómeno que todavía no terminamos de calibrar —y que, me temo, será uno de los hechos dominantes en los próximos años— es que nuestra irresponsabilidad en este tema ha engendrado una pulsión muy contraria a la migración, mucho más fuerte que toda moralina, y que cualquier medalla. En otras palabras, si el plebiscito de diciembre se juega en la cancha migratoria, el resultado no es difícil de prever, y no es el esperado por Escalona y sus amigos.

En este contexto, sería deseable que nuestros dirigentes le tomaran el peso a la dimensión explosiva de esta cuestión, y dejaran de ofrecer frases para la galería que contribuyen a agravar la crisis. Si las instituciones no son capaces de responder a las expectativas ciudadanas en esta materia, los votantes buscarán respuestas en otras instancias y en otros discursos, que harán palidecer a José Antonio Kast. Así son las cosas de la vida; y, por cierto, no tendremos derecho a decir que no lo vimos venir.