Columna publicada el viernes 20 de octubre de 2023 por El País Chile.

La Plaza Italia es el corazón simbólico de Santiago de Chile. Es una frontera, un lugar que divide en dos fracciones —o más— el espacio social chileno. Es el lugar que establece la frontera de Plaza Italia para arriba y de Plaza Italia para abajo. Dada su ubicación, es el punto de reunión para festejos y protestas. Un hito. Un monumento. Un eje en torno al cual gira la ciudad. Un corazón aplanado de cemento.

Hay un círculo que es el núcleo de la plaza: allí donde yace el plinto vacío sobre el que alguna vez estuvo la estatua de Manuel Baquedano en su caballo Diamante. Bajo este monolito se encontraban enterrados los restos de el soldado desconocido, en homenaje a “uno de los soldados con que el general Baquedano forjó los triunfos del heroísmo chileno”, según rezaba el bajorrelieve. La estatua ya no está allí: fue pintada, repintada, se subió gente —mucha gente—, le colgaron lienzos, le trataron de quitar la espada, hubo un intento de botarla cortando las patas del caballo; se subió más gente, hasta que decidieron quitarla para una restauración profunda. Hoy, descansa en un museo, para molestia del Ejército.

Si esta plaza es el corazón de la ciudad, el Metro son sus arterias. Bajo la explanada que forman la rotonda, las plazas y el zócalo que dejan los antiguos edificios Turri, yace la Estación Baquedano. Allí combinan las líneas 1 y 5 del Metro, las dos más utilizadas por los santiaguinos. Sumadas, representan más de la mitad de los viajes hechos en la red. Por dentro suyo transitan a diario cerca de 40 mil personas. Pese a la inmensidad de la estación, que tiene seis plantas, hay un lugar que concentra la atención desde 2019: el acceso B. Se trata de la entrada principal al subterráneo, que centralizó gran parte de las protestas, un espacio asolado por la violencia, hoy convertido en tierra sagrada para algunos y signo de oprobio para otros.

Acceso B: dos palabras que dicen poco sobre el lugar que lo dice todo sobre Chile. Sobre sus heridas, sobre el estallido social de 2019, sobre su manera de recordar y procesar sus diferencias políticas. Por encima de todo, sobre la forma en que este país hace su duelo y se enfrenta a su historia.

Si se googlea estallido social Chile, la mayor parte de las imágenes se relacionan con esta plaza y sus alrededores. Se ve a manifestantes sobre la estatua del general Baquedano bajo un cielo enrojecido, lleno de humo, de banderas negras de Chile y de la llamada wenufoye, el símbolo mapuche que lleva un cultrún al centro. Estos elementos –el cielo, el humo, las banderas, lo indígena, mezclados de modo kitsch– reflejan la llamada estética y política octubrista, un concepto que ha sido discutido por laxo, porque pareciera contener todo lo malo que sucedió durante aquellos meses agónicos de 2019. Es cierto que la palabra se ha usado para casi todo, pero no deja de tener un contenido real, una estética, incluso una política. Es, de hecho, parte de lo que eligió representar la fallida Convención Constitucional y su propuesta de texto, alabado en un comienzo, rechazado por muchos al final de ese proceso (un 62% votó Rechazo en septiembre de 2022).

Las fotos y videos muestran del lugar también otras cosas. La que se llamó la marcha más grande de Chile, donde millones de personas se congregaron en el sector, desbordando las calles, las plazas, el río Mapocho, la seguridad policial, los márgenes de comprensión del Gobierno de Sebastián Piñera, y los de todo el arco político, dando la impresión de una marea humana inmensa, como si hubieran dado vuelta un gigantesco balde de agua en ebullición para que corriera libre por el centro de Santiago. En esa época emergieron muchos símbolos que pretendían condensar ese Chile nuevo que nunca apareció. Hoy parecen un mal recuerdo, una imagen deslavada del frenesí que surgió allí: el perro Matapacos, la Tía Pikachu, el Pelao Vade, Pareman y la primera línea que, tan rápido como aparecieron, se esfumaron en el aire, en las redes sociales, probablemente porque, al final, no representaban mucho.

La idea de que la entrada a la estación Baquedano era la puerta a un infierno de torturas y violencia –como denunciaron conspicuos representantes políticos, idea desestimada por la Fiscalía y el INDH– cobró mucha fuerza y circuló con rapidez y amplitud. No era para menos. Quizás eso explica la furia que se desató contra el acceso B. Quizás, también, eso ayuda a entender que en el mismo lugar se haya erigido lo que bautizaron como el Jardín de la resistencia. La organización Museo del Estallido Social describe así los pilares fundamentales de este lugar: “La recuperación de la biodiversidad y la apreciación de nuestro paisaje a través de la flora nativa, la sabiduría de los pueblos originarios, la conexión con la tierra y su espiritualidad”.

El contraste entre la declaración y el estado actual del lugar no podría ser mayor. El paso del tiempo, la temperatura, la falta de riego, la indiferencia, extinguieron esa vida que se pretendía resguardar.

Lo que antes era el acceso a una estación de metro pretendieron transformarlo en un santuario a octubre, al estallido, al Chile despertó. Un lugar que pretende recordar, inmovilizar, esas sensaciones, tratando de aferrar el mensaje de aquellos momentos a las paredes del lugar, pintadas, grafiteadas, pintadas, grafiteadas, una y otra vez. Esa fue la dinámica durante varios meses: luego de la primera etapa, Metro pintó de gris las murallas del acceso B, aunque sin tocar el jardín. Los volvieron a rayar; los volvieron a pintar. Hoy, el fondo es blanco y sigue rayado.

“Libertad a los presos”, “Faltan los presos”, “No van a acallar la voz del pueblo”, “No olvidamos”, “Existir para resistir”. Las paredes quieren gritar. También le gritan a Gabriel Boric. Un stencil lo muestra junto a su exministra de Interior, Izkia Siches, ambos sonrientes, pintados de amarillo. Bajo sus caras reza la leyenda: “Boris, tu acuerdo de paz descansa sobre nuestros presos políticos”. Como Cronos en el mito griego, la violencia termina devorando a sus hijos.

Hasta hoy se discute qué hacer con el acceso B. Es el acceso principal a una estación que utiliza mucha, muchísima gente. En algún momento se debe recuperar alguna normalidad del centro de Santiago, todavía con heridas visibles del estallido. Pero cuando Metro anunció los trabajos para rehabilitar este espacio, sus ocupantes –siempre anónimos– rehusaron asistir a las reuniones con la empresa.

Hace algunos meses comenzó el segundo intento por trabajar en la zona. Muros de concreto prefabricado cierran el perímetro del lugar para resguardar las obras de recuperación de la zona, para limpiar y habilitar el acceso. Pero la discusión excede con creces a ese mero lugar. Simboliza mucho más que reabrir o no, si poner una placa conmemorativa, un monumento, una decoración, un mural o un mosaico que aluda a octubre, o si todo esto se hace con un proceso participativo.

Jorge Luis Borges tituló El Aleph su cuento sobre aquel punto donde convergen todos los puntos. El acceso a Baquedano es como un sucio Aleph del alma de Chile. Abandonadas, las ruinas del acceso son un monumento elocuente de dos formas muy chilenas de abordar los problemas. Es la identidad hecha agujero inmenso en el centro de la capital.

Ya he mencionado esa primera actitud: la sacralización acrítica del recuerdo, el olvido de la violencia, los saqueos, el vandalismo. La otra actitud es mirar para el lado y esperar a que los problemas evidenciados, los nudos, se apacigüen por el puro paso del tiempo.

Ambos caminos –el hacer como si no hubiera pasado nada para recuperar la funcionalidad y el de la sacralización– terminan siendo dos caras de una misma moneda. Ambos impiden hacer el duelo, ambos neutralizan el ejercicio intelectual. Los recuerdos terminan mal enterrados, pudriéndose en el subsuelo, todavía latentes, sin nunca terminar de descomponerse en la paz que en teoría entrega el tiempo. Para hacer el duelo hay que partir por aceptar lo que sucedió. Pero, como nos advierte la historia, lo que no se entierra bien, tarde o temprano termina apareciendo de forma monstruosa.