Columna publicada el domingo 24 de septiembre de 2023 por El Mercurio.

“La única posibilidad de abrir un camino para salir de la crisis pasa por una nueva Constitución. Las y los ciudadanos movilizados (…) han establecido, por la vía de los hechos, un proceso constituyente”. Ese era el tenor de la declaración que firmaron todos los partidos de la entonces oposición el 12 de noviembre de 2019, el día más violento tras el 18 de octubre. Recordemos que, en aquellos días, el gobierno de Sebastián Piñera tenía enormes dificultades para mantener un mínimo control del orden público. En rigor, la declaración fue un ultimátum al Ejecutivo en el momento más álgido de la peor crisis que ha enfrentado la democracia chilena en las últimas décadas. Fue un modo de decirle al mandatario: o acepta nuestras condiciones (plebiscito y asamblea constituyente) o aténgase a las consecuencias.

Desde luego, el Presidente Piñera no tuvo más alternativa que convocar, la misma noche del 12, a un acuerdo amplio que dio lugar al pacto del 15 de noviembre (lo que no fue obstáculo para que el martes 19 se presentara una acusación constitucional en su contra: iban por todo). El día 15 fue importante, porque la clase política logró darle cauce institucional a una crisis que se estaba volviendo inmanejable. Sin embargo, lo ocurrido el 15 es ininteligible sin tener a la vista la declaración del 12, que fijó los términos de la discusión.

Han pasado casi cuatro años desde aquel emplazamiento de la oposición. Para ser más precisos, 198 semanas, un primer proceso fracasado y un segundo en graves dificultades. Hemos transitado desde el frenesí constitucional hasta la apatía más indolente. Si en un principio creímos que una nueva Carta Magna resolvería todos nuestros problemas —sigue siendo un buen ejercicio echarle un vistazo a la franja del plebiscito de entrada—, hoy nada nos entusiasma menos que la discusión sobre incisos, enmiendas y resoluciones del pleno. ¿Cómo comprender este itinerario?

Todos los equívocos que hemos padecido están contenidos en aquella declaración del 12 de noviembre. La oposición efectuó una apuesta arriesgada: quiso capitalizar constitucionalmente la enorme crisis que vivía el país, y creyó identificar las demandas de la ciudadanía con sus propias frustraciones. No obstante, esto siempre tuvo una dimensión contraintuitiva. Después de todo, si algo emergió en octubre del 2019 —además de la violencia, claro está— fue un malestar profundo, que requería medidas inmediatas. Las urgencias sociales lo atravesaban todo: pensiones, salud, condiciones de transporte público, sensación de abusos públicos y privados, incertidumbre económica. La lista podía seguir. Ninguno de esos temas guardaba relación directa con la Constitución; en el mejor de los casos, ese vínculo era largo y alambicado. De hecho, incluso si nuestro primer proceso hubiera sido exitoso, las consecuencias en las vidas de las personas solo podrían notarse al cabo de varios años. Dicho de otro modo, el camino constitucional podía satisfacer a políticos y constitucionalistas, al costo de postergar indefinidamente las urgencias sociales.

Nada de esto implica negar que teníamos —y seguimos teniendo— un problema constitucional. Sin embargo, superar una dificultad de ese calado supone ciertas condiciones, en ausencia de las cuales la cuestión solo puede agravarse. Por de pronto, es necesaria una mínima disposición a converger, alcanzar acuerdos de buena fe y defenderlos luego públicamente. En este punto, el escollo se vuelve virtualmente insalvable, porque todo eso desapareció de nuestra escena en octubre de 2019, y los (escasos) esfuerzos por producir un clima distinto han fracasado una y otra vez. Esto nos conduce a otra falencia de nuestro proceso: esos acuerdos solo pueden ser articulados por liderazgos muy sólidos (de allí que las constituciones suelan tener un padre, o madre). La cruda verdad es que en Chile no contamos con algo así: ¿quién está dispuesto a pagar costos internos y cruzar el río? El Presidente Boric no quiso hacerlo en el primer proceso. De hecho, está atado a un irreductible 30% sobre el que no tiene conducción efectiva (la situación es más bien la contraria). Por su parte, el liderazgo de José Antonio Kast ha sido construido, desde un inicio, desde una retórica combativa que no facilita su tránsito hacia otras posiciones (a pesar de que los errores cometidos en este proceso no son comparables a los del anterior).

Es imposible predecir, al día de hoy, el resultado del plebiscito de diciembre. En efecto, no sabemos los ejes en torno a los cuales se disputará la elección. Sin embargo, cuesta pensar que habremos cerrado el tema constitucional: lo más probable es que siga abierto, pase lo que pase. Es más, de no mediar un milagro en las etapas faltantes (plenos, observaciones de los expertos y eventual comisión mixta), la situación se agudizará. En estos cuatro años, el cuadro general ha empeorado: la clase política está más alejada de las urgencias ciudadanas y la desconfianza de las personas respecto del sistema institucional se profundiza día a día.

“La única posibilidad de abrir un camino para salir de la crisis pasa por una nueva constitución”. Quizás ha llegado la hora de controvertir, 198 semanas después, esa afirmación que ha dominado los últimos años de nuestra vida pública. El 12 de noviembre ha durado ya demasiado tiempo.