Columna publicada el miércoles 27 de septiembre de 2023 por Ex-Ante.

Cualesquiera sean las críticas que merezcan los republicanos —y debo reconocer que los he criticado en varias ocasiones durante los últimos años—, es un hecho que se trata del único partido nuevo de derecha que ha logrado tener éxito en las urnas. Basta recordar los torneos electorales más recientes. Mientras su fundador y principal líder, José Antonio Kast, se impuso en la primera vuelta presidencial de 2021 y obtuvo un respetable 45% en el balotaje, el 7 de mayo pasado la tienda de JAK fue la gran ganadora de los comicios para el Consejo Constitucional.

Este triunfo, sin embargo, los ubicó en una posición inédita, inesperada y quizá no deseada. En efecto, dada su mayoría en el Consejo, el proceso en curso —el mismo que antes del 7 de mayo cuestionaron de manera desmedida e inmisericorde— depende en gran medida de sus decisiones y estrategias. Si Chile llega a contar con una nueva Constitución, los republicanos pasarán a la historia. Y si no, también. Guste o no, el partido de JAK es el que detenta la mayor responsabilidad de cara al plebiscito fijado para el 17 de diciembre.

Es verdad que el proceso actual comenzó muy cuesta arriba. Después de todo, el estrepitoso fracaso de la Convención no sólo aumentó la frustración acumulada de la ciudadanía respecto del sistema político, sino que también contaminó (¿definitivamente?) lo constitucional en el imaginario colectivo. Fue, en términos simples, como un Rey Midas al revés.

También es cierto que, aunque la izquierda se resista a aceptarlo, el contraste con la fallida Convención es elocuente. No sólo han desaparecido las ideas más descaminadas, como la plurinacionalidad y las autonomías regionales (y tantas otras). Una diferencia igual de importante se observa al examinar la organización del poder, el aspecto más relevante de toda carta fundamental.

El texto que va configurándose ha recibido algunos reparos fundados en este ámbito —nadie ha explicado seriamente por qué se proponen 138 diputados—, pero hoy ni la separación de poderes ni la independencia judicial corren peligro. Asimismo, los partidos políticos reciben un tratamiento preferente (“el pueblo, unido, avanza sin partidos” se gritaba en el órgano de Loncon y Bassa, que virtualmente no los abordaba). Adicionalmente, las normas anti-fragmentación —umbral y disminución de diputados a elegir por cada distrito— auguran una mejora en la gobernabilidad.

Con todo, pese a lo anterior y al visible respeto a las formalidades más elementales —ahora no hay funas ni votos en la ducha—, las más variadas encuestas y el crispado clima político sugieren que el proceso actual pende de un hilo. Por lo mismo, tanto en la centroderecha como en la centroizquierda que estuvo (valiente y decisivamente) por el Rechazo se percibe un creciente desencanto con la conducción del partido de JAK. En parte por su afán de constitucionalizar aspectos discutibles y más propios de un programa de gobierno (como la eliminación de las contribuciones), y en parte por su indiferencia respecto del tipo de consensos que exige un cambio constitucional en democracia. Ni más ni menos que el “más amplio consenso posible”, en las palabras de la Comisión de Venecia al emitir su informe sobre el trabajo de la malograda Convención, en marzo de 2022.

Dichos consensos todavía son viables. Por un lado, el anteproyecto de la Comisión Experta continúa vivo en un alto porcentaje (alrededor de 3/4 del texto), de la mano de algo así como 1/3 de votaciones unánimes en el pleno del Consejo. Ellas no bastan para decir que las cosas van bien, pero, mirado el asunto en perspectiva, este hecho indica que parte del camino ya se encuentra recorrido, más allá del ruido ambiente. Por otro lado, pese a que los plazos apremian, aún quedan varias etapas para enmendar el rumbo, considerando las observaciones de los expertos y una eventual comisión mixta de expertos y consejeros. Se trata de lugares propicios para los acuerdos y la negociación política.

El punto, sin embargo, es que tales acuerdos suponen la voluntad de alcanzarlos. Y si bien todos los sectores deben ceder —la izquierda debe dejar de denunciar “retrocesos” o atentados contra “mínimos civilizatorios” ante cada diferencia de opinión—, resulta indudable que la principal responsabilidad reside en quienes gozan de la mayoría. En concreto: en algunos casos, como objeción de conciencia o propiedad de fondos de pensiones, los republicanos habrán de aceptar precisiones, delegaciones al legislador u otras fórmulas que despejen dudas y recelos. Y en otros, como la cláusula transitoria de paridad o los estados de excepción, quizá simplemente habrá que ceder y acordar un contenido razonable junto a las otras fuerzas políticas.

Lo anterior no es trivial. Si efectivamente se quiere facilitar una amplia convocatoria para la opción “A favor” en el plebiscito de diciembre, hay que hacer todo lo posible para que diversos grupos políticos se apropien del texto; para que este sea, simultáneamente, la Constitución de la seguridad (como anhelan las fuerzas de derecha) y del Estado social (como aspiran las fuerzas democráticas de izquierda). Esto puede ocurrir, a condición de que predominen la altura de miras y la visión de Estado.

“Un político conservador pragmático”. Así describió a José Antonio Kast el exdirector del Museo de la Memoria, Ricardo Brodsky, en este mismo medio, cuando muchos simplemente denostaban su figura en medio de la campaña para la segunda vuelta presidencial. Una mirada pragmática no apostaría a plebiscitar por anticipado un programa de gobierno. La mejor tradición conservadora no recomienda perseverar en una lógica antagonista que sólo traerá más división al país. Aún es tiempo de encarnar un auténtico patriotismo. JAK y los republicanos tienen la palabra.