Columna publicada el martes 19 de octubre de 2021 por CNN Chile.

Los chilenos tenemos la costumbre de pensar que todo acontecimiento más o menos relevante sucede solo en nuestro país. Hay material para soñar, incluso un canal de YouTube dedicado a tales eventos nacionales en teoría únicos. De ahí también surge la tentación de pensar la crisis que explotó en octubre de 2019 como una rareza mundial; como algo que no tiene parangón en otros lugares, como si la crisis del modelo se redujera a sus particularidades locales. Es cierto que cada proceso se concreta según las características únicas de cada lugar. En ese sentido, por supuesto que el estallido tiene mucho de chileno, que sus modalidades son únicas, que suceden a la chilena. Pero también es verdad, y es un error pensarlo de otra manera, que muchos países viven eventos similares.

Un año antes del estallido chileno, Francia vivió el movimiento de los Chalecos amarillos. Al incremento de los impuestos a gasolina y al diésel se sumó la impopularidad de Emmanuel Macron, presidente francés, todo lo cual echó a andar un conjunto de protestas que convocaron cerca de tres millones de personas, según diversas estimaciones. Hubo variadas denuncias de violencia policial, incluyendo traumas oculares. Así, el gobierno galo, sobrepasado por las manifestaciones, decidió suspender la medida de subir el impuesto a los combustibles.

En octubre de 2019, Líbano también vivió un proceso semejante, aunque por causas diferentes. Las movilizaciones se desataron tras el anuncio del Ejecutivo de introducir un impuesto a las llamadas telefónicas realizadas por WhatsApp y otras aplicaciones. Como en el caso francés, el gobierno decidió echar pie atrás con su medida, pero las protestas no cesaron. Por el contrario, los enfrentamientos aumentaron y se ampliaron las demandas más allá del problema específico del impuesto, abarcando la corrupción, el estancamiento de la economía y los precarios servicios públicos en el país. Todo esto se agudizó todavía más con la enorme explosión en el puerto de Beirut, capital del país, el 4 de agosto de 2020, que dejó 207 muertos y 6500 heridos. Una medida en apariencia pequeña, puntual, desata una crisis general. ¿Suena conocido?

Algunos meses después del estallido libanés, y ya en plena crisis por el Covid-19, Holanda vivió las protestas más violentas de las últimas cuatro décadas. Para un país relativamente tranquilo, los cerca de 200 detenidos, policías heridos, saqueos en diversas ciudades del país — Rotterdam, Ámsterdam y La Haya— suponen una alteración inmensa a la convivencia social. El motivo, en este caso, fueron las restricciones impuestas por el gobierno durante la pandemia, sobre todo, el toque de queda y la sanción por infringirlo. Hay una paciencia colmada que, frente a coyunturas puntuales, terminan desatando crisis de proporciones.

Por último, Estados Unidos también vivió dos conjuntos de manifestaciones de signo contrario. De un lado, aquellas originadas por el movimiento Black Lives Matter, luego de la muerte de George Floyd, ciudadano afroamericano, en Mineápolis, Minesota. Las manifestaciones de repudio comenzaron en esa ciudad, y luego se extendieron, con variados grados de violencia, por todo el país. En ellas, junto con los disturbios y violencia policial, se derribaron estatuas de distintos personajes de la historia estadounidense. En ese momento, Donald Trump también acusó la presencia de una organización terrorista interna, Antifa. El 31 de mayo, el fiscal jefe de Estados Unidos, William Barr, dictaminó: “La violencia instigada y llevada a cabo por Antifa y otros grupos similares en relación con los disturbios es el terrorismo doméstico y será tratada en consecuencia”.

El segundo proceso en el país del norte fue el promovido por Donald Trump con el fin de impugnar la elección de Joe Biden como presidente, alegando un supuesto fraude electoral, no respaldado por ninguna investigación. En ese caso, los manifestantes invadieron el Capitolio, sede del poder legislativo de ese país, desnudando las fragilidades del sistema de seguridad del edificio.

En resumen, los casos de Francia, Líbano, Holanda y Estados Unidos, a los que podríamos sumar el de Colombia (que tiene muchas semejanzas con el nuestro), entre otros, son solo algunos botones de muestra de un malestar que recorre al conjunto de las democracias constitucionales. No se trata solo de movimientos que expresan su hastío particular con la clase política o las instituciones, como se podría suponer, sino de una crisis civilizatoria más amplia. Es ahí donde se enmarca el octubre chileno. Por cierto, no podemos sino reconocer que nuestro estallido tiene particularidades propias, condiciones que le dan una fisonomía particular e irreductible a ese proceso global. Pero desconocer la magnitud del problema hace que cualquier solución pierda su objetivo.

Me atrevo a postular dos ámbitos en los que existe un desafío tan global como nacional. Seguro son más, pero estos son más evidentes. Por una parte, el rol del mérito en la legitimación de las desigualdades. Nuestras sociedades parecen haber llegado a un punto muerto en este ámbito, pues, aunque es cierto que el esfuerzo personal puede justificar diferencias entre personas, se vuelve difícil de sostener sin matices cuando vemos que ciertas élites cosmopolitas se desconectan de la sociedad a la que pertenecen. Como decía el gran Christopher Lasch en La rebelión de las élites: “Las nuevas élites sólo se sienten en casa cuando están de tránsito, yendo a una conferencia de alto nivel, a la gran inauguración de una nueva franquicia, a un festival internacional de cine o a un lugar de vacaciones no descubierto. Su visión del mundo es esencialmente la de un turista, una perspectiva que difícilmente puede suscitar una devoción apasionada por la democracia”. Aunque pasa desapercibido, al perderse toda conexión entre élites y la ciudadanía común, el vínculo social se hace prácticamente imposible, y dificulta la solución de los enormes problemas políticos que tenemos por delante.

Otro tema fundamental, en el mismo sentido, es el cambio radical en la relación política. Muchas demandas muy sentidas por las ciudadanías de cada país parecen pasarle por el lado al sistema político. Es lo que explica, al menos en parte, el auge de las llamadas “derechas conservadoras”. Bolsonaro, Trump, Orbán, o ahora JAK. Entre ellos son muy distintos, y no podemos detenernos a analizar el fenómeno en toda su profundidad, pero todos ellos son un síntoma de un problema hondo, que sólo podemos advertir si dejamos de lado la burda distinción entre buenos y malos, como bien ha expresado la historiadora Josefina Araos. Al reconocer que el problema está en primer término en el sistema político, pasamos a ver toda una dimensión hasta ahora olvidada en los análisis. Algo de esa reflexión se puede ver en el primer número de la revista Punto y coma, de septiembre de 2019.

En suma, hay cierta ganancia psicológica, por decirlo de algún modo, en reconocer el carácter global del problema, y que nos ayuda a comprender la complejidad de los problemas todavía vigentes en nuestro país. No todo es producto de alguna conspiración de la élite local, ni de la incapacidad del gobierno, sino que nuestros problemas se enmarcan, con todas sus peculiaridades, en un horizonte más amplio y compartido. No todo pasa, entonces, en Chile. Comprender que estamos situados en un escenario de desafección más generalizada, civilizatoria y global, permite poner perspectiva a nuestros caminos de salida, y orientarnos en la fragilidad que todavía nos rodea.