Columna publicada el lines 25 de septiembre de 2023 por La Segunda.

En su columna de ayer, Carlos Peña exhorta a abandonar las “simplezas”, los “infantilismos” y las “frases ligeras de sobremesa” al discutir sobre aborto. Lo propio —me parece— puede decirse acerca del debate, si cabe llamarlo así, relativo a la objeción de conciencia institucional.

En efecto, sorprende que ilustres partícipes de la discusión pública, incluyendo varios autoproclamados liberales, crean que aquí basta decir algo así como: dicha objeción carece de sentido, sólo las personas tienen conciencia. Asumir esta pobre narrativa implica olvidar la existencia de personas naturales y jurídicas; que hay una amplia (y más que centenaria) literatura en torno a la personalidad real y el actuar colectivo —en cuanto grupo— de las asociaciones humanas; que dicha personalidad se reconoce implícitamente por moros y cristianos cada vez que se exige la responsabilidad penal de tal o cual empresa, o su mayor conciencia ecológica, o que la Iglesia (o quien sea) pida perdón por un crimen, etc.

Conviene recordar, asimismo, el contexto en el que esta objeción ingresó a nuestro ordenamiento jurídico: el debate en torno a un proyecto de ley que prometía limitarse a despenalizar la práctica del aborto y que, sin embargo, no sólo garantizó como prestación exigible los casos de aborto que regula. Además, se intentó literalmente expulsar de la red pública de salud a los centros médicos particulares cuyo ideario pugna con el aborto directo o procurado. Dicho sea de paso: de haber prosperado esa agenda, los mayores perjudicados habrían sido las personas de escasos recursos que se atienden en entidades como el Hospital Parroquial de San Bernardo o la Red de Salud UC.

Pero eso no es todo. Por si fuera poco, en el texto rechazado el 4 de septiembre se buscó garantizar como derecho constitucional el aborto libre de “interferencias por parte de terceros, ya sean individuos o instituciones”. Esto es: prohibir toda objeción de conciencia. Luego, a nadie que se tome en serio este tipo de discusiones debería asombrar que hoy se pretenda resguardar la objeción institucional.

Ciertamente podría replicarse que, desde un punto de vista técnico, la enmienda aprobada por el Consejo requiere mayores precisiones, limitaciones y/o una delegación expresa al legislador. Es verdad. Otros podrían argumentar que, en aras del consenso político que tanta falta hace, la norma es prescindible. Después de todo, se trata de una explicitación de dos derechos fundamentales clásicos y ya protegidos, como lo son las libertades de conciencia y asociación. No obstante, cuando la opinión dominante en los medios tiende a descartar esta objeción a priori como “absurda”, confirma las legítimas preocupaciones de quienes han planteado su necesidad. Vaya paradoja.