Columna publicada el 04.11.12 en La Tercera.

Una comunidad política es también una comunidad de miedos y obsesiones. Parte central del quiénes somos es aquello a lo que tememos: el lado oscuro de lo real que creemos que nos acecha.

En Chile, por siglos, esos miedos se forjaron en un universo rural. En mi noventera niñez, durante la Pax Americana previa al ataque a las torres gemelas, nuestro terror todavía hacía convivir a Freddy Krueger y los ovnis con la llorona, los brujos, los fantasmas y el diablo. Halloween con las papas y los espejos de la noche de San Juan. Miedos de Blockbuster con miedos de campo. Hoy ambos parecen haber declinado en la ciudad, siendo reemplazados por angustias seculares vinculadas a la delincuencia, la deuda, la depresión y la enfermedad.

“¡En buena hora!” dirán, quizás, los que posan de ilustrados. Sin embargo, lo que superficialmente parece el mero declive de la superstición es, en el fondo, la pérdida de un lenguaje que permitía hablar de asuntos humanos que trascendían lo cotidiano y rutinario. Un lenguaje mestizo que carga todo el peso del encuentro entre España y el nuevo mundo, pero que es a la vez universal, porque rescata miedos primigenios. Una puerta a nuestra identidad histórica, sus heridas, traumas y complejos, pero también a la condición humana.

Quizás nadie entendió esto mejor que José Donoso, el autor más sombrío del “boom latinoamericano”. Y no sólo lo entendió, sino que lo encarnó: miró largamente el abismo, y el abismo miró dentro de él. Luchó con monstruos y la monstruosidad, en muchos aspectos, lo conquistó. Su legado es una exploración del lado oscuro de la existencia, hilada con materiales chilenos. Algo que pocos, razonablemente, se atreverían a hacer, pero que, por lo mismo, vale mucho la pena tomarse en serio.

El problema es que, de nuevo, al perder nuestro lenguaje del miedo, perdemos también a Donoso. Hoy sobrevive como un autor para especialistas, pero ajeno a las nuevas camadas urbanas. Pareciera que hablara de un Chile que ya fue, y no del subsuelo del que está siendo. Pareciera que hablara de otro lugar, y no de los estratos profundos de nuestro mismo espacio. Explora heridas cuyas cicatrices cargamos, pero que atribuimos a otros cuerpos. Como si los miedos, obsesiones e hipocresías del antiguo régimen fueran leyendas de un país extraño para el Chile nacido de la revolución pinochetista.

Este año se cumplen 40 años de la aparición de “Casa de campo”. En dos años será el cincuentenario de “El obsceno pájaro de la noche”. ¿Sería mucho pedir algún tipo de acto conmemorativo, alguna promoción de su obra en los colegios? Yo intenté mandarle por correo una copia de “A House in the Country” a David Lynch, a ver si se animaba a hacer una película o una serie y así nos volvíamos a encantar con lo nuestro, una vez reflejado en el espejo americano. Pero no me fue muy bien, creo.

¿Será que seguimos en Marulanda, en el salón de baile atestado de villanos, cubiertos por las mantas a rayas tejidas por las mujeres de los nativos, respirando apenas, con los ojos cerrados, con los labios juntos, viviendo apenas? ¿Será que tantos años bajo las mantas nos hicieron olvidar su existencia? ¿Será que corrimos, sobre Donoso, un tupido velo?