Columna publicada el domingo 10 de septiembre de 2023 por El Mercurio.

Mañana se cumplen cincuenta años desde el golpe de Estado. Para comprender la secuencia que nos ha conducido a una conmemoración tan divisiva es necesario atender tanto al marco general como a la persona de Gabriel Boric. Después de todo, esta fecha estaba llamada a ser un momento estelar del Gobierno y del Frente Amplio. El guion original contemplaba no solo al mandatario más inclinado a la izquierda de las últimas décadas habitando La Moneda, sino que también la puesta en marcha de una nueva Constitución. Esos dos hitos, en conjunto, simbolizaban la demolición del legado pinochetista y el fin de largos años de alienación.

La mera descripción del diseño basta para advertir las causas de su fracaso. En efecto, el diagnóstico implícito era tan parcial que no podía sino llevar a una derrota estrepitosa. El error colosal se origina, en último término, en una lectura mistificada del pasado. Dado que la nueva izquierda fundó su identidad en la crítica a la Concertación, hubo de retroceder hasta septiembre de 1973 para encontrar un momento a la altura de su pureza. Si la transición era el mal, entonces había que recurrir a la Unidad Popular. Dicho de otro modo, querían liberarse de la pesada mochila de la transición y de todos los traumas asociados a la dictadura. La paradoja es que, acaso sin darse cuenta, las cargas que decidieron tomar son tanto o más pesadas (y sin duda más paralizantes desde el punto de vista político).

En cualquier caso, la narrativa condujo a las nuevas generaciones a sostener —durante largos años, desde diversos espacios— una política adversarial, que cuestionó sistemáticamente cualquier forma de consenso. Si la izquierda noventera había caído en las trampas de la derecha, ahora correspondía afirmar la propia identidad y denunciar al bando contrario en toda hora y lugar. Desde esa lógica, lo más importante era identificar y denunciar al enemigo (el hostis). Esto explica que el Frente Amplio no haya rehuido nunca el conflicto, muy por el contrario: lo alimentó, lo fomentó y lo escenificó. El 18 de octubre representa, sin duda, el momento cúlmine de ese proceso, cuando muchos pretendieron estar luchando contra una dictadura imaginaria (y decidieron abrir un proceso constituyente que hoy nos tiene entrampados).

Guste o no, esa actitud está en el origen de casi todos nuestros nudos políticos. Es cierto que la nueva izquierda acumula varios fracasos en los últimos meses: no habrá nueva Constitución ni derrumbe de los treinta años, no habrá reformas estructurales, y ni hablar de refundación. No obstante, hay un elemento en el que su éxito fue imbatible: desde el 2011 hicieron todo lo posible por tensar al máximo el sistema. Lo menos que puede decirse es que lo lograron con creces. En ese sentido, el clima “eléctrico” de esta conmemoración no tiene nada de casual: es el fruto de largos años de esfuerzo de un grupo de dirigentes por crear precisamente ese clima. En virtud de lo anterior, cuando menos extraño que ese mismo sector lamente hoy los efectos de su propio discurso. Deberían, más bien, alegrarse de haber quebrado definitivamente la transición (que, desde luego, tenía sus defectos).

Subsiste, sin embargo, una pregunta. ¿Qué tan cómodo le queda al Presidente Boric este cuadro? La historia de esta conmemoración es también la historia de sus vaivenes. Si el 11 de marzo del 2022 el mandatario abrió su administración aludiendo a las grandes alamedas (“estamos de nuevo, compatriotas, abriendo las grandes alamedas”), con el paso del tiempo su discurso sufrió más de una modificación. Quizás el momento más significativo fue el homenaje a Patricio Aylwin en diciembre del año pasado, al inaugurar su estatua en la Plaza de la Ciudadanía. El fallecido líder falangista encarna a la perfección la postura exactamente contraria a la actitud del Frente Amplio: Aylwin siempre buscó el reencuentro, la reconciliación y la convergencia entre distintos mundos, más allá de las (legítimas) diferencias respecto del pasado. Si se quiere, es imposible ser al mismo tiempo aylwinista y allendista, especialmente en la versión del allendismo que predomina al interior de la nueva izquierda. La dificultad que enfrenta Gabriel Boric, y que no ha querido resolver, es qué tipo de mandatario quiere ser, qué estrategia quiere impulsar, y qué costos está dispuesto a pagar. Así, ha oscilado entre la vociferación propia del dirigente universitario y el tono elevado que busca adquirir altura; entre el político anclado en una mirada nostálgica del pasado y el presidente que entiende que debe conducir a una sociedad que sigue dividida.

Es evidente que este 11 de septiembre no será una oportunidad de encuentro ni de reflexión común entre los chilenos, ni menos entre las élites políticas. Con todo, quizás sí sea la ocasión para comprender que la política adversarial resulta inconducente; y, peor, aleja aún más a la ciudadanía del sistema político. Este es el riesgo central: si nuestros hombres públicos no se deciden a conectar con las demandas y expectativas de la ciudadanía, más temprano que tarde serán reemplazados por otro tipo de liderazgos. Hasta ahora, nadie quiere darse por enterado, pues miramos el pasado de un modo que nos impide mirar también el futuro.