Columna publicada el día domingo 13 de agosto de 2023 por El Mercurio.

La salida del ahora exministro Giorgio Jackson representa una triple derrota especialmente dolorosa para la nueva izquierda: es la derrota del Gobierno, es la derrota de una generación y es la derrota personal del Presidente Gabriel Boric. En primer lugar, es del Gobierno porque el oficialismo se había propuesto no regalarle a la derecha un triunfo simbólico de tal calado. El gallito en torno al fundador de Revolución Democrática (RD) buscaba medir la fuerza del Ejecutivo a la hora de sostener sus propias posiciones, pero la realidad se terminó imponiendo: el Gobierno es débil, muy débil. Al mismo tiempo, la renuncia es un modo tácito de reconocer la gravedad de la crisis de las fundaciones: un caso tan extendido y (aparentemente) sistemático de corrupción no podía superarse sin que un rostro relevante asumiera parte de la responsabilidad política.

Esto último puede parecer injusto, pues las conexiones de Jackson con el caso no son explícitas, al menos hasta ahora. Sin embargo, ese argumento puede valer en sede judicial, pero es irrelevante desde el punto de vista político. En rigor, el caso fundaciones tiene paralizada la agenda del Gobierno y, en ese sentido, la permanencia de Jackson se estaba convirtiendo en un obstáculo para cualquier agenda o iniciativa. ¿Cómo cobrar más impuestos, darle más atribuciones al Estado o proponer reformas con ese forado a la vista de todos? ¿Qué espacio tenían los otros ministros para sacar adelante sus proyectos? Además, dado que el Gobierno no ha sido capaz de recopilar la información y dimensionar la crisis, la situación arriesgaba con prolongarse durante semanas o meses. La crisis, desde luego, no desaparece, pero el ambiente se descomprime. Guste o no, la salida de Jackson implica que el Gobierno terminó aceptando —a regañadientes y con suma dificultad— que hay personeros vinculados al Gobierno que se están llevando el erario fiscal a la casa. Ya era hora de que alguien acusara recibo.

Ahora bien, cabe preguntarse por qué Giorgio Jackson concentró tanta rabia sobre su persona, hasta el punto de convertirse en el gran culpable. Esta es la derrota de su generación: mal que mal, Giorgio es una figura rutilante de su mundo. Es más, el Frente Amplio —tal como lo conocemos— no existiría sin él. Pero resulta que, en su ascenso meteórico, el hombre acumuló demasiados adversarios. Por mencionar un ejemplo, nunca mostró una pizca de gratitud con la centroizquierda que no le compitió en su primera elección parlamentaria. A diferencia de Boric, Jackson no rompió el binominal, sino que se benefició de un pacto por omisión (o, si se quiere, por una cocina). Hasta allí, no hay nada malo, pero el otrora dirigente estudiantil nunca quiso admitirlo. Luego, en la segunda administración de Bachelet fue un diputado difícil y reacio a cooperar con el Ejecutivo. Incluso, llegó a inventar el especioso concepto de “colaboración crítica” para que RD pudiera tener cargos en el Gobierno sin pagar ningún costo ni asumir ninguna responsabilidad (Michelle Bachelet cometió un gran error al aceptar ese tipo de frivolidad política).

Como si todo esto fuera poco, Jackson afirmó la tesis de la superioridad moral, condicionó la agenda del Gobierno a la aprobación del primer proyecto constitucional y apoyó la supresión del Senado. En el fondo, quiso ser el verdugo de los treinta años, y puso todas sus fichas en esa apuesta. Desde esta perspectiva, su salida no es más que la concreción del fracaso estrepitoso de una tesis: Jackson lo apostó todo a un solo número, y perdió. Pero, naturalmente, no se va solo. Cabe esperar que, con él, se vayan también el mesianismo, la arrogancia y la idea de que una generación dorada venía a cambiar el mundo y tomarse el cielo por asalto. Con la salida de Jackson, el Frente Amplio no pierde solo un ministro: pierde, sobre todo, un modo de pararse frente al mundo. No los extrañaremos. Esto nos conduce a la tercera derrota, que es la del Presidente Boric. El mandatario se ha visto obligado a conceder mucho más de lo que habría querido en un principio. Sus ministros más importantes son el epítome de los treinta años; ha cambiado de posición en casi todos los temas y su propia identidad política se ha ido diluyendo. Si el Presidente cree que es buena idea hablar con megáfono en la calle es, precisamente, porque no encuentra otra manera de ser fiel a su historia. Pues bien, Jackson representaba uno de los últimos refugios que le permitían al Presidente suponer que no había cambiado, que seguía siendo el mismo. Izkia había sido una camarada más o menos circunstancial, pero Giorgio era otra cosa: el jugador clave del esquema. En el fondo, hasta el viernes el Presidente se había resistido a asumir la soledad del poder. Como bien enseñaba Maquiavelo, no hay nada más solitario que la política. Ahora, el Presidente está solo de cara a la historia.

El escenario no será fácil de aquí en adelante, pero al menos el mandatario será más libre de tomar sus decisiones. La salida de Giorgio abre, al fin, la esperanza de que el Presidente pueda decidir quién es. No es poco.