Columna publicada el 31 de agosto de 2023 en El Mercurio.

La muerte de Guillermo Teillier ha llevado, quizás por primera vez desde la vuelta a la democracia, a una abierta apología de la resistencia armada contra el régimen de Pinochet. Expresiones de admiración por quien resiste a la tiranía se encuentran ahora también en sectores políticos que durante los ochenta privilegiaron la vía electoral, aludiendo en esos alegatos al clásico derecho a la resistencia. Se trata de una doctrina elaborada durante siglos, con versiones medievales, tempranomodernas y liberales. La Declaración Universal de Derechos Humanos, a la que también algunos han aludido en estos días, habla en su preámbulo del “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. No se trata de un tema fácil ni pacífico, y el mejor ejemplo es que también en 1973 se recurría a esta tradición. ¿Acertaban quienes acudían a esta doctrina para derrocar a Allende? ¿Están en lo cierto quienes hoy la evocan para reivindicar la oposición violenta a Pinochet?

Es poco probable que el clima reinante permita siquiera tomarse en serio tales preguntas. Y sin embargo, una mínima reflexión sobre esta doctrina parece necesaria. No porque hoy algún lado tenga por delante una tiranía a derrocar (como burdamente algunos pensaron el 2019), sino porque en el modo de aproximarse a la idea de resistencia se revela también algo de cómo pensamos sobre el mal, un asunto que incluso al margen de nuestras diferencias sobre el pasado entorpece hoy nuestra convivencia.

El problema tal vez se puede partir iluminando desde el lado opuesto al de la resistencia. Hay males que no debemos resistir, sino tolerar. ¿Pero cuáles? Existe una fuerte tentación a pensar que esa línea se traza simplemente pensando en la gravedad del mal: si el mal que tenemos por delante es una monstruosidad, se trata también de algo intolerable. Todo intento por removerlo nos parece entonces legítimo e incluso tal vez obligatorio. Aquí hay una intuición correcta, pues nuestra vida social descansa no sobre la exclusión de todo mal, sino de algunos de los más graves y dañinos. Esa intuición resulta, por cierto, algo riesgosa hoy cuando carecemos de una concepción gradual del mal, y todo mal que identificamos recibe de golpe el calificativo de “inaceptable”. Pero al margen de ese hecho, nadie cree que ahí deba agotarse la reflexión sobre los límites de la tolerancia. Ella supone muchas otras consideraciones, por ejemplo sobre la relación que se tiene con los involucrados en un mal (hay cosas que se tolera, por ejemplo, en los hijos ajenos, pero que no debiera aguantarse en los propios).

Esta simple consideración ya sugiere algo sobre la cautela y precisión con que debe enfrentarse las preguntas del otro camino, el de resistir el mal. El modo en que estamos conduciendo la discusión parece sugerir que basta la sola gravedad del mal padecido basta para legitimar la resistencia. Ninguna de las grandes fuentes intelectuales de la teoría de la resistencia avala, sin embargo, una conclusión semejante. Con todas sus variaciones internas se trata, en efecto, de una teoría harto más compleja. Los requisitos para una resistencia legítima siempre han sido altísimos no solo por lo que respecta a cuán malo es lo que resiste, sino también por la inclusión de otros factores: la existencia de un grupo con alguna autoridad para acometer la tarea y su viabilidad misma, entre los más importantes.

El primero de estos requisitos nos pone ante una pregunta inevitable. ¿Puede honestamente tratarse a quienes estaban alineados con un conjunto de dictaduras comunistas como tal autoridad? ¿A qué fin se orientaba una resistencia así concebida? ¿Auguraba su éxito una situación previsiblemente mejor que la de entonces? La pregunta por las represalias ante un intento fallido, por otra parte, fue parte central de la discusión de la propia izquierda en su momento. Y no tiene sentido aquí pensar, como alguien ha sugerido, que la resistencia era éticamente exigida y solo políticamente equivocada. Tal vez quien mejor ha formulado el punto opuesto es uno de los maestros del presidente Boric, José Zalaquett, en su rechazo de la legitimidad de la operación: “los requisitos éticos tienen que ver con la legitimidad y con la viabilidad también”.

Es posible que hoy requiramos no solo una mirada algo más calma a los hechos que han marcado nuestro pasado reciente, sino también un estudio más atento de este tipo de materias. Uno puede desear, en efecto, que nunca en nuestra vida tenga relevancia inmediata una teoría semejante. Y sin embargo, lejos del entusiasmo romántico, el derecho de rebelión obliga a pensar sobre el mal con una prudencia que haríamos bien en entrenar para otras materias.