Carta publicada el lunes 10 de agosto de 2020 por El Mercurio.

Señor Director:

Estando de acuerdo casi por completo con las prevenciones hechas el domingo por el profesor Carlos Peña respecto del asunto mapuche, hay un punto de discrepancia que vuelve cada vez que escribe sobre el tema, y que creo valioso abordar.

El pueblo mapuche, si la antropología y la historia tienen razón, no concibe la idea de representación política como nosotros. Es decir, no les parece evidente la noción —bastante curiosa— de que una persona pueda ser elegida para representar a otro conjunto de personas. Mucho menos a una nación completa. Su forma política de unidades domésticas semiautárquicas aliadas y opuestas por razones prácticas es quizás lo más cercano que hayamos conocido a la anarquía.

Este hecho se vincula con muchas cosas: que los mapuches no tengan ciudades, que no hayan tenido reyes ni emperadores, que no pudieran ser conquistados —pues no había ninguna unidad política mayor sobre la cual tomar control— y que los parlamentos, con su inusual lógica, hayan sido la forma de coordinación desarrollada en el tiempo. También, por cierto, con el eterno desencuentro entre una república chilena que demanda representantes y un pueblo que es incapaz de producirlos, así como con el intrigante fenómeno de que muchas comunidades generaran buenas relaciones con la dictadura de Pinochet (dada su lógica de jefatura).

Frente a esto, la esperanza que el profesor Peña parece depositar en las “élites intelectuales mapuches” y su capacidad de representar y articular a su pueblo en una forma reconocible bajo coordenadas liberales democráticas parece merecer serias dudas. También la idea, muy instalada, de que bastaría copiar políticas indígenas de Canadá o Nueva Zelandia para salir del paso.

¿No es posible que estemos frente a un problema muy particular, cuya salida quizás requiera un nivel de concentración y atención especial?