Columna publicada el domingo 20 de agosto de 2023 en La Tercera.

Desde hace un tiempo el castigo parece ser el único vínculo entre política y ciudadanía. El caso argentino es la última muestra de ello: una sociedad angustiada por la crisis económica y hastiada de una política disfuncional se vuelca sobre aquel que promete barrer con todo. Es el “voto bronca”, en jerga trasandina, dispuesto a apoyar lo que sea con tal de cobrar cuentas a quienes siempre salen libres de polvo y paja. La catarsis que ofrece Javier Milei a la frustrada sociedad argentina moviliza a los votantes para lo que Pierre Rosanvallon ha definido como una “deselección”. El voto hoy es negativo: verdaderos juicios políticos para echar abajo a quienes creían haber conectado al fin con la indomable ciudadanía.

Chile no escapa a esta realidad, y por eso el triunfo de Milei inquieta. El voto de castigo es el elemento común a los distintos hitos electorales del último tiempo. Se ha hablado de un péndulo, del paso abrupto y arbitrario de una identificación de izquierda a una de derecha, cuando la verdad es que, de Bachelet a Piñera, del casi triunfo de JAK a la elección de Gabriel Boric, del éxito de la Lista del Pueblo a la hegemonía republicana (¡del Apruebo al Rechazo!) no hay tanto de saltos ideológicos como de la expresión sucesiva de un enojo que no logra ser canalizado. Seguro que en cada caso ha habido algo más que castigo. Conexión momentánea con el ánimo ambiente. Pero lo que se mantiene es la protesta, la deselección, el uso del voto para gritarle a las autoridades que no cumplen lo que prometen ni ayudan a mejorar sus vidas. Mientras tanto, cada ganador intenta convencerse de que es más que el castigo lo que explica su triunfo. Vemos así el paso automático a la borrachera electoral que cree que lo que te hizo ganar te permitirá gobernar. Y lo que sigue es también guion conocido: una caída libre que termina entregando el cargo al que está en el otro lado del espectro político.

El castigo es un vínculo político tan efectivo como precario. No es adhesión a un programa ni identificación ideológica, y está dispuesto a plegarse a figuras controvertidas. Después de todo, se trata de un lazo circunstancial que luego simplemente se abandona. El escepticismo ciudadano se combina así con el oportunismo político, en una relación instrumental que impide construir proyectos de largo plazo. Y mientras las personas confirman una y otra vez que a los políticos no les interesa más que el poder, las autoridades se enfrascan en disputas internas que les permitirán traer a su lado, aunque sea por un instante, el enojo. ¿De qué sirve colaborar o conversar? Y es que resulta tentador evitarlo. Cuando la fractura entre política y sociedad es tan profunda, no parece haber más alternativa que aferrarse a lo poco que queda. Peor es nada.

¿Cómo escapar a este círculo vicioso? La extensión del problema en tantas partes del mundo revela que la respuesta no es sencilla. Sin embargo, el mismo castigo puede dar algunas señales, siempre que se esté dispuesto a interpretarlo antes que usarlo en provecho propio. Al menos para el caso chileno, en cada ocasión en que el castigo ha sido ejercido, las personas han intentado decir algo más: que el sistema político funcione, que se alcancen acuerdos, que se entregue certeza. Pero tomar nota de ello exige renuncias y la apertura a perder la sintonía momentánea que asegura precariamente el poder. Tal vez el encuentro tenso, pero honesto, del oficialismo y la oposición esta semana sea un primer paso para responder a esos reclamos. Más vale aferrarse a esa esperanza, porque no hay otro antídoto para contener a los advenedizos que prometen cobrar venganza.