Columna publicada el 31 de julio de 2023 en La Segunda.

La historia humana, y también la chilena, nos da abundantes ejemplos de personas que han entendido mal la lealtad, gente que en nombre de esta ha ocultado las más graves formas de abuso. Hace un buen tiempo, sin embargo, se extiende en nuestro medio la tendencia opuesta: no hay nada más importante que nuestra propia pureza, y así se cortan de prisa los vínculos con quien pudiera mancharla.

El caso de Carlos Ruiz ha sacado una vez más a la luz este vicio. “Carlos Ruiz no es ideólogo ni fundador del FA, ni tampoco militó nunca en alguno de sus partidos”, escribía este jueves Emilia Schneider. Uno de los muchos detalles que ahí omitía es que el profesor Ruiz –acusado de grave violencia contra su pareja– había sido su compañero de lista en la elección de constituyentes. La reacción de Schneider no fue nada único, sino más bien la norma. Hubo alguna noble excepción, pero de modo masivo el Frente Amplio procedió durante los últimos días a tomar distancia de una figura crucial para su propia y temprana historia. La trayectoria del movimiento no podía estar manchada, y por tanto había que reescribir esa historia.

Como ilustra este caso, les importa más parecer puros que leales. Dada la gravedad de los actos en cuestión, esa reacción puede no parecernos tan extraña. Pero el tipo de respuesta que ofrecieron está lejos de limitarse a este caso. Si retrocedemos un mes, cuando comenzó a destaparse el escándalo de las fundaciones y los convenios, encontramos el mismo instinto operando. La primera reacción de la diputada Catalina Pérez fue la de fríamente ignorar sus lazos políticos y afectivos con los implicados, señalando que unos anónimos “hombres adultos” tendrían que hacerse cargo de sus actos. Pura antes que leal, tal como se ha mostrado la mayor parte de su sector en este nuevo episodio.

El caso de Pérez es instructivo, pues apenas unas horas más tarde podía verse dónde termina esa lógica: su propio partido se la aplicó también a ella. Es la eterna historia, en último término fatal, de las pretensiones de pureza. Los primeros afectados por esa mentalidad son precisamente los que la han asumido: primero víctimas del autoengaño, para luego ser sujetos de purgas, deslealtad y cancelación. Pero sería bueno recordar que no son los únicos afectados, que esta jerarquía de valores también afecta, inevitablemente, a la sociedad completa por ellos gobernada. Es cosa de pensar en las tareas en torno a la memoria o en torno a la desinformación, y lo crucial que es en ellas la deferencia ante la verdad. Quienes lidian con tal descaro respecto de su pasado más reciente, difícilmente están en condiciones de orientar sobre el pasado remoto y el futuro.