Columna publicada el 24.08.19 en La Tercera.

Ardió Canarias, ardió Castelo Branco, arde el Amazonas. El número de hectáreas quemadas es inimaginable. Y ya viene la temporada de fuego en Chile, luego de un verano sin lluvia, que ha dejado de rodillas a lugares como Putaendo. El desierto de cenizas avanza por todos lados. Y si bien el fuego no lo produce el cambio climático, sí crea condiciones para que alcance nuevas magnitudes. Todo esto mientras se derriten glaciares y pequeños continentes de plástico flotan en el mar.

El mundo urbano, en tanto, no sabe bien cómo procesar este asunto. No conocemos los bosques, ni manejamos nociones medioambientales. La ciudad es una realidad encerrada en sí misma, indiferente a su entorno. Es donde los niños creen que las manzanas vienen de los supermercados. El tema ingresa a la opinión pública, pero es procesado igual que cualquier “tendencia”: como una mercancía. Mucha gente se desgasta en redes sociales mostrando lo “despierta” que está, mientras el retail incorpora elementos ecológicos superficiales en sus estrategias publicitarias. Y el código político, finalmente, termina convirtiendo en un asunto partisano o relativo a las bolsas plásticas algo que constituye una amenaza global. A la esterilidad de las cenizas parece oponerse la esterilidad del orden social. De ahí que algunos, frustrados, crean que la democracia será incapaz de lidiar con el problema.

Esto debería preocupar a las élites políticas y económicas. Y la razón es que si las proyecciones del último informe de la ONU sobre el cambio climático (que vale la pena leer) son mínimamente certeras, podríamos enfrentarnos a mediano plazo con situaciones que demanden shocks regulatorios que causarían un descalabro enorme. Es decir, crisis económica mezclada con crisis del orden democrático. Esta línea de razonamiento ha sido avanzada por el Gobernador del Banco de Inglaterra Mark Carney y el historiador económico Adam Tooze.

Tatar de esquivar o mitigar tal escenario demanda construir un acuerdo “verde” en un contexto de reformismo democrático. Es decir, un consenso público-privado que involucre metas de corto, mediano y largo plazo. Las más interesadas deberían ser las empresas en la “zona de riesgo” de shock regulatorio. La agenda medioambiental, en otras palabras, debe reemplazar los acuerdos de la transición como terreno común de la clase dirigente, que tiene la oportunidad de relegitimarse a partir de ella.

Es momento, además, para que las empresas y los inversionistas -incluyendo las AFP- se anticipen a los riegos de un desastre ambiental. Esto supone invertir en tecnología y productos que no sean intensos en emisiones contaminantes y que no dependan de combustibles fósiles. También, por supuesto, en desarrollos que reduzcan emisiones contaminantes. Un ejemplo es el alga Asparagopsis taxiformis, que, tal como han descubierto científicos australianos, al ser mezclada con el alimento para vacas reduce casi por completo sus emisiones de metano. Esta forma de diversificar las inversiones tanto previene como inmuniza respecto a un shock regulatorio.

Necesitamos, todos, un giro de timón. Decidido, pero no histérico ni estético. La pregunta es si nuestras clases dirigentes serán capaces de darlo.