Columna publicada el 30 de julio de 2023 en El Mercurio.

“Los hombres hacen la historia, pero no saben la historia que hacen”. La frase pertenece a Marx, y sugiere que, en muchas ocasiones, los agentes se engañan respecto de sí mismos. Dicho de otro modo, quienes buscan alcanzar un determinado objetivo suelen encontrarse, al final del camino, con resultados muy distintos de los esperados. Por lo mismo, resulta fundamental vincular la reflexión sobre los fines con la reflexión sobre los medios. Si ambas dimensiones se desconectan, la política se convierte en un festival de improvisaciones, o peor, en concurso de amateurismo.

Estas preguntas pueden parecer abstractas, pero reflejan exactamente la situación política del Frente Amplio. La generación saltó a la vida pública con una intención muy definida: romper con las lógicas de la transición, impulsar desde el Estado una agenda de transformaciones profundas capaz de acabar —de una buena vez— con la peste neoliberal. Los otrora dirigentes estudiantiles buscaban, además, elevar los estándares morales y restaurar la confianza en el sistema político. Todo indica que, a estas alturas, estamos en condiciones de asegurar que lograron una singular proeza: ninguno de esos objetivos será cumplido. La pregunta que cabe formular entonces es: ¿qué historia están haciendo? Dicho en simple, ¿en qué consistirá el legado efectivo de la nueva izquierda, más allá de sus intenciones?

El balance es, desde luego, provisorio, pero no deja de ser paradójico. Pensemos, por ejemplo, en el papel que los jóvenes progresistas querían darle al Estado. El aparato público era visto como la gran herramienta para superar los 30 años. En efecto, soñaban con un Estado más fuerte, más robusto, más benefactor y, sobre todo, más grande. Pues bien, ese propósito tiene su legitimidad, pero supone una condición ineludible: hay que mostrar probidad y buena gestión. Si se aspira a que los chilenos le confíen más prerrogativas al aparato público, y estén dispuestos a pagar más impuestos, es imprescindible dar prueba de que esos fondos son administrados correctamente. Las fallas de la izquierda en estas materias les hacen perder toda credibilidad a su discurso. En este punto, debe decirse que la derrota cultural de la izquierda es monumental. Los escándalos recientes en torno a las fundaciones son síntoma de negligencia inexcusable en algunos casos, y de imperdonable corrupción en otros. La duda que subsiste es cuántos años le tomará a la izquierda recuperar la autoridad para defender su proyecto: Chile saldrá de este ciclo más “neoliberal” de lo que entró. La conclusión es obvia: el gobierno de Boric —junto con el fracaso de la Convención— puede terminar siendo extraordinariamente dañino para la propia izquierda. Los hombres no saben la historia que hacen.

Si volcamos nuestra atención al asunto de la seguridad, el asunto no es mucho más auspicioso. A partir de su actitud complaciente con la violencia octubrista, la nueva izquierda alimentó una dinámica que —tarde o temprano— se volcaría en su contra. Querían tomarse el cielo por asalto, pero la revolución de opereta fortaleció a sus peores adversarios (si alguien conserva alguna duda, basta mirar los datos de la última encuesta CEP). Hoy, los chilenos están más inclinados que nunca a recetas que privilegian la seguridad, y también desean limitar estrictamente la migración. La izquierda, como siempre, hará gárgaras de indignación, y denunciará el ascenso del autoritarismo y la xenofobia. Sin embargo, mientras no comprendan que sus propios discursos están en el origen del fenómeno, no podrán articular un relato coherente. El Frente Amplio soñaba con cambiar el país a punta de meterle inestabilidad (Sebastián Depolo dixit), pero, en la realidad, se ha constituido en el principal artífice del auge republicano. Los hombres no saben la historia que hacen.

El Frente Amplio también quería restaurar las confianzas. Una pieza clave de su diagnóstico era que la vieja guardia de la política había perdido el nexo con la sociedad, y que ya no respondía a la ciudadanía, sino a sus propios intereses. Prometieron restaurar el vínculo, hablar con la verdad y elevar todos los estándares. Este es, quizás, el peor pecado de la generación que nos gobierna. En efecto, los constantes cambios de opinión, las innumerables promesas no cumplidas (y que no se cumplirán), sumados a los problemas de corrupción, han contribuido a agravar nuestra crisis. Si el país confiaba poco en nuestra clase política, confiará aún menos al finalizar esta administración. Eso dejará, inevitablemente, abierta la puerta a cualquier tipo de aventuras. Los hombres no saben la historia que hacen.

Cuando estaban en la oposición, nuestros dirigentes frenteamplistas nunca contemplaron estas posibilidades: su entusiasmo progresista solo podía engendrar el más iluso de los optimismos (“venceremos, y será hermoso”). Esta consideración permite comprender el que es, en definitiva, su rasgo más notorio: la frivolidad. La insoportable frivolidad de quienes barrieron con todo a punta de consignas sin jamás darse el trabajo de reflexionar sobre aquella frase del viejo Marx.