Columna publicada en La Tercera, 30.09.2015

El reciente fallo de la Corte Internacional de La Haya, que rechazó la objeción preliminar interpuesta por Chile en su litigio con Bolivia, vuelve a recordarnos el carácter esencialmente imprevisible de las jurisdicciones internacionales. Por motivos algo oscuros, los jueces que las integran suelen darse el lujo de ser muy creativos, sobre todo cuando sus decisiones afectan a la periferia del mundo.

Después de todo, buena parte de la legitimidad de la Corte Internacional de Justicia (y de otras instituciones análogas) se funda en un equívoco severo, según el cual el derecho puede reemplazar a la política. El supuesto subyacente es que nuestras diferencias podrían resolverse en sede estrictamente jurídica, en un marco neutro y pacífico. Desde luego, la finalidad es muy loable -terminar con los conflictos bélicos-, pero contiene una ilusión venenosa. Más allá de algunos progresistas trasnochados, y uno que otro piadoso creyente en el derecho internacional, ya no es sensato seguir pensando que nos acercamos al fin de las naciones y de la política (basta echar un rápido vistazo al orden mundial para percatarse). En virtud de lo mismo, el derecho internacional se ha ido transformando, lenta e imperceptiblemente, en una nueva y solapada forma de hacer política, que deja en segundo o tercer plano el apego a los tratados.

Chile ha caído una y otra vez en esta trampa, con tanta torpeza como ingenuidad. Estamos siempre convencidos de que el derecho está de nuestro lado, y, por tanto enfrentamos estos juicios con mucha confianza, sin comprender que la Corte y nuestros vecinos juegan con otras fichas. Todo esto sigue pareciéndose bastante a una correlación de fuerzas políticas, donde gana quien mejor mueve sus piezas en ese tablero. Por eso los jueces inventaron -de la nada y sin mediar explicación- un límite marítimo tras la demanda peruana, y ahora pretenden tener algo relevante que decir sobre una eventual obligación de negociar, mas sin predeterminar el resultado de dicha negociación. Pero, ¿qué diablos quiere decir algo así? ¿Tiene algún contenido sustantivo una competencia de tal ambigüedad? ¿Qué conejos se pueden esconder tras esa chistera? ¿De qué tipo de colonialismo normativo somos víctimas?

Llegados a este punto, y enfrentados a una preocupante falta de certeza jurídica, el país tiene el deber de preguntarse muy seriamente si más allá de este caso puntual, tiene algún sentido mantenerse en el Pacto de Bogotá. En efecto, las aspiraciones de nuestros vecinos están lejos de agotarse, y los magistrados se ven cada vez más proclives a reescribir los tratados en función de criterios que exceden el plano jurídico. A fin de cuentas, el sistema normativo es una abstracción que sólo tiene valor al interior de una comunidad de sentido, cuyo principio es la buena fe. Fuera de ese cuadro, la cuestión tiende a convertirse en pura manipulación, dispuesta a disfrazar cualquier absurdo bajo el manto de la justicia y de los expertos. Por más legendario que sea nuestro apego al derecho, no deberíamos estar dispuestos a llegar hasta el final de ese camino.

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