Columna publicada el 19 de julio de 2023 en El Líbero.

Es la tarde del miércoles 12 de julio. Los gritos de celebración llenan la sala de la Cámara de Diputados y Diputadas. Hace segundos, el ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, ha sorteado una acusación constitucional. Para entonces, ya existía cierta claridad en el ambiente de que el juicio político no llegaría a puerto. En medio de una crisis feroz en el corazón del gobierno y sus coaliciones, aparecía un filón de luz, un triunfo en el momento de mayor debilidad.

Las semanas pasadas resumen como pocas el nudo político en que nos encontramos. Por una parte, el gobierno sigue pasmado en el manejo de la explosión que generó el caso de Democracia Viva. La ineptitud de sus partidarios más destacados (la torpe actuación de Juan Ignacio Latorre, presidente de Revolución Democrática, es simplemente para llorar) les impide detener la sangría. Los cruces de versiones, las defensas mal hechas, las quitadas de piso y el involucramiento personal (a ratos errático) del Presidente han generado un estado de anomia gubernamental. No es para festejar, diría Tocqueville, porque no es el gobierno el que trastabilla. Es el poder mismo el que está por el suelo.

Por lo mismo, la oposición tiene poco que festejar. El festival de recriminaciones cruzadas al interior de Chile Vamos luego del fracaso en la acusación muestra que carece de rumbo definido y navega al garete. Para cualquier observador más o menos imparcial, es posible apreciar una indefinición en dos niveles: primero, en cómo y hacia qué se ordena el conglomerado; segundo, y más importante, una falta de claridad respecto de la identidad de cada partido. Eso explica, en parte, la carencia de una mínima coordinación al presentar el libelo, que no se pudiera sostener el rumbo durante las semanas que mediaron entre su ingreso y el momento de votar, las chambonadas durante el trámite (donde brillaron con colores propios Marcela Aranda y María Luisa Cordero), y, en general, que nadie tuviera muy claro el o los fundamentos de la acusación.

El gobierno y su coalición -primeros responsables de conducir el proceso político- viven dificultades muy serias. Las acusaciones de corrupción en el ejercicio de la función pública llegan a la médula de su proyecto y su promesa de renovar la política. La oposición, en cambio, no sabe qué hacer y no parece tener mucho que ofrecer, más allá de un par de candidatos bien aspectados. Si sumamos a este cuadro que el proceso constitucional no despierta ni simpatía ni entusiasmo ciudadano, tenemos un sistema político que corre el riesgo de volverse impotente.

La política nos muestra que siempre es posible quebrar la trayectoria histórica, que no hay destinos escritos en piedra. Pero salir del atolladero existencial por el que atraviesa nuestro sistema político exige mucho más que buenas intenciones o acuerdos transversales. Digo existencial porque no tiene que ver sólo con un actor o una conducta específica: todo el entramado tambalea, bajo el riesgo de caer en la irrelevancia, en que se materialice un que se vayan todos, que la política se vuelva una pantomima que interesa únicamente a quienes están directamente involucrados en ella. Nadie debería olvidar que, como decía Michelle Bachelet, cada día puede ser peor.