Columna publicada en La Segunda, 07.02.2017

La credibilidad de nuestras principales instituciones y figuras políticas se encuentra en caída libre. Más aún, puede decirse que existe una imagen generalizada de nuestros hombres públicos, en virtud de la cual ellos encarnarían el  prototipo de la corrupción de la política descrita por el  viejo Aristóteles. Ellos, en efecto, ejercerían el poder mirando sólo su propio interés, sin considerar en lo más mínimo el bien de la comunidad. Esa imagen puede tener mucho de maniquea, pero —qué duda cabe— se halla muy extendida.

En este contexto, lo lógico sería que nuestros líderes intentaran mejorar esta percepción o, al menos, no empeorarla. Por ello resulta incomprensible el nombramiento de Javiera Blanco en el Consejo de Defensa del Estado (CDE). El problema no se agota en las lamentables circunstancias en que la ex ministra debió abandonar el Gobierno (casos Sename y Gendarmería). La mayor dificultad es que se aleja demasiado del perfil idóneo para el cargo. El CDE es un organismo técnico dedicado a la defensa jurídica de los intereses del Estado. Por eso sus consejeros, ya sean militantes o independientes, suelen mostrar una destacada trayectoria en el ámbito del Derecho. Y Blanco, cualesquiera sean sus méritos, no exhibe siquiera en parte esa trayectoria.

Son este tipo de prácticas —observadas igualmente en las últimas designaciones al Tribunal  Constitucional— las que van socavando la legitimidad de las instituciones. Y también conviene insistir en la imprudente decisión de la Presidenta Bachelet, porque la erradicación de esas prácticas supone algo más que mejores procedimientos. Desde luego ayudaría, en este y otros casos, una ratificación del Senado o un proceso vía Alta Dirección Pública, pero lo principal  guarda relación con el  modo en que nuestra dirigencia política comprende y desarrolla sus funciones y su actividad.

Como ha señalado Javier Gomá, para enfrentar los desafíos del mundo contemporáneo se requiere rescatar la idea de “ejemplaridad pública”. Esto es, recuperar la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, y la conciencia de que nuestros actos pueden volverse ejemplos (beneficiosos o nocivos) para el resto de la sociedad. Si en el discurso se reivindica el bien público, pero en los hechos se favorece a los amigos más cercanos, ¿cuál es la señal que se envía a la ciudadanía?

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