Columna publicada el 16 de junio de 2023 en El Mercurio

El rechazo de la acusación constitucional contra el ministro Marco Antonio Ávila produjo una grave crisis al interior de la derecha. De hecho, varios dirigentes opositores llegaron al punto de cuestionar la existencia misma de la coalición. El argumento tiene su sentido: la alianza opositora está al borde de la irrelevancia.

La escena puede resultar llamativa porque, más allá de este episodio, el Gobierno no pasa por un buen momento y carece de diseño que le permita proyectar su acción más allá de la coyuntura. Sin embargo, debe decirse que las dificultades del oficialismo no remiten a méritos de la oposición, sino que son errores autoinfligidos. De allí la paradoja: bastó que la oposición quisiera jugar una carta para que el Gobierno se anotara un triunfo. En efecto, la derecha no se coordinó ni planificó adecuadamente, revelando así que no hay táctica ni estrategia. La acusación se cayó por las propias torpezas de la derecha a la hora de ofrecer razones, escoger invitados y calcular los votos disponibles. Para peor, el nivel de improvisación termina alimentando una sensación generalizada de desorden. Para decirlo en simple, una oposición sin gobernabilidad interna difícilmente podrá transformarse en alternativa seria. Si la oposición no reflexiona sobre sus deficiencias, no le servirá de nada triunfar en la próxima contienda presidencial.

Desde luego, es imposible comprender esta situación sin considerar la presión ejercida por el Partido Republicano sobre Chile Vamos. Y, en efecto, no le será fácil a la derecha tradicional encontrar un tono que permita conservar la identidad sin producir, al mismo tiempo, una fuga masiva en su electorado. No obstante, ese desafío fundamental merece bastante más que el espectáculo ofrecido en los últimos días. Hasta ahora, lo único que tenemos claro es que nadie en la derecha sabe muy bien cómo hacerse cargo de la competencia republicana que —guste o no— llegó para quedarse. En un buen escenario, la colectividad de José Antonio Kast puede forzar ciertas definiciones que la derecha tradicional ha postergado por demasiado tiempo; y, en un mal escenario, la coalición quedará simplemente pasmada. El ejemplo más claro es el de Renovación Nacional, que no podrá mantener una paleta tan amplia —y contradictoria— de sensibilidades en el futuro (esto también vale para los otros partidos, aunque en menor intensidad).

La acusación contra Ávila es el perfecto síntoma de estas confusiones y perplejidades. Durante la administración anterior, la derecha defendió enérgicamente la tesis según la cual las acusaciones constitucionales son instrumentos de ultima ratio, que no deben usarse como armas de guerrilla política y que debilitan la autoridad presidencial, mientras que la izquierda defendía las tesis contrarias. Las posiciones se invirtieron y —salvo honrosas excepciones— los actores no tienen escrúpulo alguno en defender con fuerza lo que ayer criticaban. El problema que nadie parece advertir es que esas actitudes solo contribuyen a seguir horadando la fe pública y la confianza en las instituciones. Es cierto que el actual oficialismo banalizó las acusaciones hasta el absurdo, pero ¿qué gana la derecha adoptando el mismo camino? Cuidar las instituciones no es facilitarle la vida al adversario, sino generar las condiciones para que el país tenga algo de gobernabilidad. El dato es elemental y está en el centro de las dificultades de la presidencia de Gabriel Boric, pero nadie quiere tomar nota.

Con todo, lo más grave pasa por otro lado. Con su desorden, la derecha fortaleció al que ha sido —en palabras del diputado Evópoli Francisco Undurraga— el peor ministro de Educación de la historia de la República. Tenemos un desastre pedagógico de proporciones colosales y el mismo ministro que no ha mostrado capacidad alguna para enfrentar ese desastre está más fuerte que nunca: ese fue el brillante resultado de la operación. La educación es —junto con el tema previsional— la mejor manifestación de las limitaciones sistémicas de la política chilena. Por un lado, el Gobierno no le atribuye a esta cuestión ninguna prioridad, pues ha optado por mantener en su cargo a un ministro a sabiendas de que carece del liderazgo para impulsar una agenda significativa. Esto viene a confirmar —por si alguien abrigaba aún alguna duda— que, para la generación del Frente Amplio, el tema educativo nunca fue más que una consigna útil a la hora de hacerse del poder, pero poco más. Por su lado, la derecha escogió la educación como centro neurálgico de una batalla política, sin prever los enormes costos de un fracaso y sin mostrar, por tanto, real preocupación por la situación educativa. Esta es la tragedia final: al embarcarse en una acusación sin motivo ni destino, la derecha se sumó a la insoportable frivolidad que rodea esta cuestión.

El país lleva ya demasiados años presa de un rumbo político incierto y voluble. Capitalizar los repetidos errores del Gobierno no supone intentar golpearlo una y otra vez, sino algo muy distinto: dar testimonio de que se ha comprendido cabalmente la gravedad de nuestra situación y comportarse a la altura de las múltiples crisis incubadas en nuestro país. En ese plano, la derecha retrocedió en una semana varios casilleros.

Y, por cierto, todos sabemos quién gana cuando el río está revuelto.