Carta publicada el jueves 3 de junio de 2021 por El Mercurio.

Señor Director:

El anuncio del Presidente, relativo al matrimonio homosexual, revela bien las dos dificultades que tienen al Gobierno —literalmente— en el suelo.

La primera de ellas es política. En efecto, cuesta entender el sentido de una decisión que solo introduce división en su propia alianza, que viene saliendo de su peor resultado histórico. No contento con arrastrar a toda la derecha con su propia impopularidad, Piñera también quiere dejarla dividida, a pocas semanas de las primarias. Sobra decir, además, que esa apuesta no le ganará la simpatía de sus contrarios, que tienen un juicio ya formado respecto de su administración: el oportunismo es demasiado burdo. De algún modo, este gesto presidencial es el mejor símbolo de su gestión política: no persuade a los contrarios, no consolida su electorado, divide a los suyos y no genera ninguna lealtad. Tiempos mejores.

La segunda dificultad, más profunda, es de orden antropológico. La reivindicación de las parejas del mismo sexo debe ser considerada en un contexto amplio. Ese contexto guarda relación con nuestro modo de comprender la paternidad, la maternidad, la filiación y, en definitiva, el fenómeno humano. Si las sociedades han decidido resguardar y proteger al matrimonio no es tanto por su carácter sentimental, sino ante todo porque se trata de la institución que permite resguardar la reproducción de la vida y la cultura. Al modificar el vínculo entre filiación y sexualidad —como si la alteridad sexual fuera algo irrelevante—, tocamos un resorte muy profundo de lo humano. Por lo mismo, nada impedirá luego la tecnificación de la reproducción.

En último término, y tal como lo confirma la experiencia de múltiples países, la demanda por el matrimonio homosexual termina siendo una demanda por volver artificial la reproducción de la vida: ya no se trata de imitar un proceso natural, sino de re-crearlo desde la técnica. No debe extrañar, entonces, que a la aprobación de esta medida típicamente le siga la promoción activa de la maternidad subrogada (que suele acabar en la explotación del cuerpo de mujeres pobres, de países pobres, cuestión que tiene sin cuidado a la izquierda cosmopolita). Son dos caras de la misma moneda, y los partidarios de dar este paso deben hacerse cargo de esas consecuencias. Como fuere, resulta fundamental no perder de vista esa dimensión del problema si acaso queremos comprender bien qué estamos discutiendo, más allá de la vociferación. Si el Presidente no ofrece una reflexión sobre la materia, habrá que concluir que lo suyo es —una vez más— pura frivolidad.