Columna publicada el 30 de julio de 2023 en La Tercera.

Hay una nueva consigna: que el Partido Republicano estaría haciendo con el segundo proceso constitucional lo mismo que la izquierda identitaria hizo con el primero. Es decir, tratar de llevarse la Constitución para la casa. ¿Es esto cierto? ¿Reflejan eso las enmiendas propuestas al documento de los expertos? En su momento, yo escribí sobre la tentación antioctubrista de los republicanos, así como respecto a lo parecido de su estrategia con el Frente Amplio. Sin embargo, una vez instalados en posiciones de poder, el sector dirigente del partido -liderado por José Antonio Kast- aseguró que no cometerían los mismos errores. ¿Han cumplido?

Para responder esto hay que comenzar por establecer similitudes y diferencias entre la izquierda radical que controló la Convención y el Partido Republicano. Ahí el primer dato relevante es que la primera era un archipiélago de activismos identitarios mezclados con lugares comunes octubristas. El segundo es un partido político institucional con dos facciones: una gremialista -la de Kast- y otra “alt-right” (Rojo Edwards et al). La izquierda de la Convención, además, tomó control del espacio a partir de una estrategia política sostenida en dos farsas que distorsionaron el proceso democrático: la de los “independientes”, que vistió a activistas profesionales como gente común y corriente, y la de los “pueblos originarios”, que incrustó e infló liderazgos victimistas de izquierda que no representaban casi a nadie. El triunfo republicano, en cambio, fue democráticamente transparente: no basado en cuotas victimistas mañosas y no presentándose como algo que no eran. Si son lobos, hicieron campaña en esa piel.

La legitimidad democrática del poder republicano, en suma, es mayor a la de la izquierda octubrista de la Convención. Son un partido político organizado y ganaron su mayoría sin distorsiones ni subsidios. Estos hechos no pueden ser dejados de lado al establecer paralelos entre ellos y las voces cantantes del proceso pasado. Para empezar, con los partidos democráticos siempre se puede negociar. El “Profe” Silva no se manda solo y el control de cuadros cuando trató de revivir la doctrina wichi-pirichi de Stingo fue contundente. Stingo, en cambio, actuaba a gusto. Pero, además, las posturas republicanas deben ser tomadas en serio por sus adversarios: ellos conquistaron una mayoría de forma transparente para defenderlas.

Ahora bien, el desafío de redactar una Constitución es que una mayoría circunstancial produzca un diseño institucional de largo aliento. Eso exige buscar acuerdos amplios. Pero no significa renunciar por completo a la propia agenda. En el caso de la mayoría republicana gremialista, su agenda es la defensa del principio de subsidiariedad entendido como autonomía y prioridad de las organizaciones intermedias en la configuración del orden institucional. Ese es el norte de la mayoría de las enmiendas presentadas (con excepción de algunas dudosas, como la que exige una lealtad exacerbada a todo lo patrio). Sin embargo, la agenda de la subsidiariedad debe ser combinada y hecha compatible con la agenda del Estado social de derecho para generar un texto de mayor acuerdo. El ala gremialista republicana, hasta ahora, parece dispuesta a buscar esa compatibilidad.

El problema es que, al parecer, la subsidiariedad es una línea roja para gran parte de la izquierda, debido a la carga histórica del concepto. Algunos liberales racionalistas, además, han acusado de que se trataría de una agenda identitaria por no ser neutra (excluyendo a la tradición liberal pluralista de sus disquisiciones). Y si dichas posturas no se aflojan, lo más probable es que gane terreno político la “alt-right” republicana, cuya tesis es que hay que ir por todo sin miedo, pues el rechazo del proyecto por el gobierno es la mejor publicidad posible, y porque el peor escenario, además, es la validación de la Constitución del 80. En política, cuando se le hace pagar a un conglomerado los costos de hacer algo que no han hecho, se despeja el camino para que lo hagan. Si la izquierda y el liberalismo progresista no se abren a dialogar con la idea de subsidiariedad, pueden producir un rojo amanecer. Y no será el de la canción.