Columna publicada el 2 de julio de 2023 en El Mercurio.

La conmemoración de los cincuenta años del 11 de septiembre de 1973 no encuentra al Gobierno en un buen momento. Por de pronto, lejos han quedado las ansias refundacionales y, por lo mismo, las alusiones presidenciales a la figura de Salvador Allende se han diluido con el tiempo. La administración de Gabriel Boric ha perdido fuelle, y la reivindicación de la Unidad Popular no es el mejor camino para recuperar la energía perdida. Al mismo tiempo, la fecha misma constituye un problema para el Ejecutivo. En efecto, cualquier tentativa de imponer un relato oficial desde el Estado sería tan absurdo como inconducente. En nuestro país existen visiones controvertidas sobre el pasado, y esas diferencias no desaparecerán por obra y magia de un decreto. Cabe añadir, además, que ese intento podría crispar el ambiente, a sabiendas de que el Gobierno necesita —más que nunca— apaciguar los ánimos. Otra opción sería impulsar una reflexión amplia, pero esa alternativa se topará con la previsible resistencia de los sectores más identificados con el legado de la UP.

Un buen ejemplo de estos problemas los vivió esta semana Patricio Fernández, el asesor de la Presidencia para los cincuenta años. En una conversación con Manuel Antonio Garretón, Fernández se permitió formular una pregunta en torno a la dificultad de alcanzar un acuerdo sobre los sucesos del 11 de septiembre y sus antecedentes, en contraste con la viabilidad de llegar a consensos sobre las violaciones a los DD.HH. (en todo caso, para comprender bien el contexto, resulta indispensable escuchar todo el intercambio, y no solo los pasajes controvertidos). La frase provocó un vendaval, y fue incluso calificada de negacionista por los más duros.

El uso extendido de este calificativo es, probablemente, el mejor reflejo de nuestra incapacidad para examinar nuestro pasado con un mínimo de serenidad. Cada cual podrá discrepar más o menos con la pregunta de Fernández, con su modo de formularla, o incluso con la supuesta tesis implícita, pero ¿en qué sentido podría ser negacionista esa interrogante? El concepto de negacionismo remite a quienes han negado la existencia del holocausto judío perpetrado por los nazis. Supongo que, en Chile, podría aplicarse a quienes nieguen las violaciones a los DD.HH. en dictadura.

Con todo, es preciso notar el deslizamiento: el negacionismo ya no concierne a los crímenes, sino que posee una tendencia expansiva. En ese sentido, una reflexión respecto de las causas del golpe de Estado —pregunta aún abierta y que nunca se cerrará del todo— arriesga a caer en esa categoría. ¿Cómo debería ser calificado, en esa lógica, el libro de Patricio Aylwin sobre la UP próximo a publicarse? En rigor, la tentación de cierta izquierda es estampar la etiqueta de negacionismo a todo quien no suscriba íntegramente su interpretación de los hechos, ojalá con la ayuda de la ley (o de la comisión ad hoc para luchar contra la desinformación). Se trata de una singular manera de clausurar el debate antes de abrirlo.

La discusión guarda estrecha relación con la recurrente polémica en torno al Museo de la Memoria, y la consecuente dificultad a la hora de distinguir entre comprender y justificar. La dificultad estriba en que si consideramos a priori que todo esfuerzo por comprender oculta —de modo más o menos disimulado— un intento de justificación, entonces nos privamos de los medios indispensables para inteligir nuestro pasado. No es posible pensar sin moral, pero tampoco se puede pensar solo desde allí: una reflexión moralizada por los cuatro costados no puede sino ser vana y estéril. Por lo demás, ni siquiera es posible condenar adecuadamente aquello que no se comprende a cabalidad: aquí reside nuestro punto ciego. En último término, si la única actitud aceptable es condenar todo en bloque, estamos renunciando a penetrar los hechos, a explicar su secuencia, a adentrarnos en las disyuntivas que enfrentaron los actores y, en consecuencia, aquella condena se volverá vacía.

Nada de lo dicho implica negar la hondura del escollo. Tenemos discrepancias profundas sobre nuestro pasado, y en esas condiciones no resulta fácil proyectar el futuro. Sin embargo, no avanzaremos un ápice desde la vociferación recíproca, porque necesitamos imperiosamente todo lo contrario: diálogo. Escuchar y entender las experiencias de quienes vivieron la tragedia chilena en bandos distintos es —creo— el único camino para que, quizás, estemos en condiciones de alcanzar auténticos consensos. Por mencionar un ejemplo, toda persona de derecha debería leer La Búsqueda, de Cristóbal Jimeno y Daniela Mohor, donde se relata la larga y conmovedora búsqueda de un detenido desaparecido por parte de su hijo (el autor). En otro plano, nadie de izquierda debería dejar de leer La revolución inconclusa, de Joaquín Fermandois, que ofrece un exhaustivo panorama de los mil días. Pero el camino es largo, no admite atajos y, lo más importante, debe discurrir lejos de la trinchera política que distorsiona todo esfuerzo por prestarnos atención. ¿Será posible recorrer ese camino? Sinceramente, no lo sé. Solo puedo decir que, cincuenta años después, bien vale la pena intentarlo.