Columna publicada el 21.10.19 en el Diario Financiero.

Los antiguos decían que la paz es fruto de la justicia. Se trata de un prisma tan elemental como pertinente al momento de analizar las manifestaciones, violentas y pacíficas, ocurridas en los últimos días.

En efecto, si nos tomamos en serio esa vieja lección, debiéramos comenzar por condenar sin matices la ola de violencia, saqueos y caos que azotó al país. En ese sentido, los dirigentes del Partido Comunista y, en especial, los del Frente Amplio, han mostrado la peor cara de la izquierda. Instrumentalizar o, peor, avalar lo injustificable, da cuenta de un infantilismo revolucionario tan frívolo como irresponsable.

Pero precisamente por ese motivo, tanto o más grave fueron las largas horas de silencio y desorientación por parte de La Moneda durante viernes y sábado, y también de la centroderecha y la centroizquierda en general. Después de todo, para responder al anhelo por mayor justicia y equidad que volvió a emerger en Chile no basta resguardar el orden público –este es el piso mínimo–; también se requieren profundas reformas sociales. No hay contradicción entre ambos elementos; al contrario, ambos son indispensables, y a ello debieran apuntar todos los sectores políticos.

Por eso, habla muy mal del oficialismo que, salvo contadas excepciones –como Mario Desbordes, Rodolfo Carter o Manuel José Ossandón–, mientras el país estallaba como un polvorín Chile Vamos se dividía entre el impávido mutismo o la irrisoria defensa de prácticas que, a estas alturas, no resisten ningún análisis. Desde luego, aquí el punto más sintomático fue la insólita defensa de la insólita visita del Presidente de la República a un restorán del sector oriente de la capital el viernes en la noche.

Ese tipo de dificultades no son triviales, como tampoco lo fue que algunos ministros le dijeran a los chilenos hace un par de semanas que podían levantarse más temprano o comprar flores (?). Son justamente esos discursos y esos comportamientos los que confirman la desconexión con la vida cotidiana de la población y, más aún, aumentan su descontento con nuestra esfera pública. Todo esto importa porque en las últimas horas hemos visto no sólo violencia, sino también masivos cacerolazos y otro tipo de movilizaciones que no se resuelven con el (indispensable) resguardo policial, sino que con respuestas propiamente políticas.

Ahí radica el principal desafío del Ejecutivo, del Congreso y, en general, de todos quienes viven en lo que, no por casualidad, es observado como una existencia privilegiada por un porcentaje cada vez más significativo de la ciudadanía. Urge ofrecer medidas simbólicas y propuestas eficaces –las dos son cruciales– que contribuyan a mejorar la credibilidad de nuestras instituciones y, sobre todo, a mejorar la vida de las clases medias y bajas. Naturalmente, esto exige abandonar tanto los afanes refundacionales como la indolencia de quienes creyeron que el 2011 había sido fruto del azar. Ninguna de esas perspectivas nos sacará del atolladero.

Nunca es tarde para rectificar. No es tarde para que el Frente Amplio se deje de jugar a la revolución. Ni para que La Moneda realice un cambio de gabinete en el equipo político y económico, que permita retomar el control del país y de la agenda, así como también sumar nuevas aproximaciones al centro de gobierno. Es el único modo de ofrecer caminos de salida –reformas eficaces– a un extendido descontento que, guste o no, llegó para quedarse.