Columna publicada el domingo 28 de mayo en La Tercera.

Cuando se enseña la historia del pensamiento político occidental -a nivel escolar o universitario- casi invariablemente se comienza por “La República” de Platón, que sin duda es imprescindible. Sin embargo, los inconvenientes de este inicio me parecen cada vez mayores, pues dicha lectura genera fácilmente la ilusión en el estudiante de que la política se trata de teorías sobre el mejor orden político –producidas por filósofos- que luego se intentan aplicar en un mundo plástico y amorfo. Esta Ilusión orienta al desprevenido lector hacia las altas rutas de la ideología, el dogmatismo y los excesos racionalistas.

¿Era ese el objetivo del libro de Platón? Creo que casi todos los platonistas responderían con un rotundo “no”. Es cosa de ver la capotera filosófica que recibió Karl Popper por el tratamiento que hizo del pensamiento político de Platón en “La sociedad abierta y sus enemigos” (1945), donde acusó al filósofo griego de estar en las raíces del pensamiento totalitario moderno. Voegelin, Strauss y otros más se rieron toda la noche del pobre Popper y su lectura de los textos platónicos, que consideraron vulgar y superficial.

Pero Karl Popper no era ningún idiota, sino una de las mentes más agudas de su generación. Luego, incluso concediendo que su lectura de “La República” sea equivocada, se debe al menos concluir que se trata de un texto con altas barreras de entrada, que requiere de una intensa mediación para ser comprendido. Entonces, sobre su ya pesada lectura habría que depositar, para empezar a hablar, obras como “La ciudad y el hombre” (1964) de Strauss –donde defiende la idea de que “La República” es realmente una cura contra la ambición de poder- o el tercer volumen de “Orden e historia” (1958) de Voegelin. En conclusión, mejor no partir por Platón.

¿Por dónde comenzar entonces? ¿Qué texto tiene menos barreras de entrada y nos enseña mejor a entender la política? Las “Historias” de Heródoto y Tucídides, en mi opinión, son las mejores candidatas. Esto, porque son, justamente, textos que contienen tesis políticas, pero que desarrollan a través del examen de eventos reales: la guerra contra los persas (o guerras médicas), el primero, y la guerra del Peloponeso, el segundo. En ambos casos, además, la advertencia principal se concentra en la tendencia humana al exceso, a la desmesura (la famosa “hibris”), que vuelve ciegas a las personas respecto a sus propias debilidades y límites, haciendo que su arrogancia las lleve al despeñadero.

En otras palabras, son libros sobre cómo el ser humano, cuando las cosas parecen resultarle bien individual o colectivamete, tiende a irse solo a la cresta. Esto, contado a través de la tragedia de la democracia ateniense, que de ser la heroína de la película contra los persas en Maratón y Salamina, pasa a convertirse en un poder imperial cínico, arrogante y abusivo, que es finalmente humillado y derrotado por Esparta. ¡Qué terrible es la distancia entre el discurso fúnebre de Pericles y el famoso diálogo de los Melios!

No se me ocurre algo mejor para introducirse en la política que estas advertencias sobre la desmesura, complementadas con la incisiva y honesta disciplina de la mirada de Tucídides. La historia antigua, como ha destacado la historiadora Catalina Balmaceda, es fundamental para hacerse inteligente (y es terrible que se la desprecie y abandone en nuestras aulas). Por lo demás, todo chileno contemporáneo ha tenido ocasión de observar los excesos de la arrogancia y las perdiciones a las que conduce, así como las virtudes de la temperanza. La distancia entre el desastre egomaníaco de la Convención y los silenciosos logros del comité de expertos lo reflejan.

Por último, leyendo a Heródoto y Tucídides se entiende la desconfianza que sienten Sócrates –que combatió en el Peloponeso- y sus herederos intelectuales por la democracia de Atenas, así como la seducción que Esparta ejerce en sus miradas. Democracia ateniense cuyo ideal, corregido por los esfuerzos y los tropiezos de dos siglos y medio de democracias modernas, sigue inspirando nuestras constituciones y nuestra vida política. Y seducción espartana que, no con poca frecuencia, reaparece cuando nos vamos a la cresta.