Columna publicada el domingo 8 de marzo por El Mercurio

La escena es la siguiente. Mientras un adulto mayor intenta validar su tarjeta Bip en el metro, un grupo de jóvenes —más bien, adolescentes— protagoniza una evasión masiva, intentando sumar a los pasantes. El adulto mayor no parece interesado por plegarse a la protesta y se esfuerza por pagar. Al darse cuenta, los jóvenes empiezan a hostigarlo; incluso, una mujer le entorpece físicamente el paso. El señor no se inmuta. La masa, sorprendida con su actitud, le grita de modo enérgico y con cierto jolgorio: ¡Facho pobre, facho pobre! El adulto mayor sigue impávido su camino, como si nada pudiera perturbarlo.

Hay muchos modos de leer la escena. Podríamos, por ejemplo, restarle gravedad aduciendo el ímpetu propio de la juventud. Después de todo, los cambios siempre han sido acompañados de desórdenes más o menos aislados. Lo importante sería, en esa lógica, no perder de vista el carácter transformador de la energía allí presente. Sin embargo, me temo que en la escena hay algo más, que no cabe desdeñar. Se trata del choque brutal —imposible hablar de encuentro— de dos generaciones que han perdido todo punto de contacto y se volvieron completamente ajenas. En algún sentido, la escena es la mejor postal posible del dislocamiento de nuestra comunidad política. Me explico.

Por un lado, tenemos un adulto mayor que quiere cumplir con su deber y pagar el servicio que está usando. Simboliza una generación que aprendió de sus padres y abuelos que la vida en sociedad supone reglas. No es agresivo, no parece tener rencor ni rabia, simplemente no parece dispuesto a realizar ciertas acciones. Por otro lado, una horda juvenil, envalentonada como toda masa, que lo desprecia profundamente, como si hubiera quedado desconectada de aquello que le antecede. No trepidan en gritarle “facho pobre”, sin percibir que ellos son los fascistas —nada más fascista que una funa—, que caen en el más pueril de los clasismos y que denigran aquello por lo que dicen luchar. Aunque el señor bien podría ser el abuelo de uno de ellos, están convencidos de que la gesta épica de su generación, su ingreso en la gran historia, pasa por no pagar el metro e insultar a quienes lo hacen. Cada generación hace la revolución que puede.

Al observar la escena, es difícil no concluir que algo se perdió, algo sin lo cual no podremos reconstruir nada valioso. Ahora bien, para comprender bien el fenómeno resulta indispensable preguntarse por las causas de ese quiebre tan profundo. Estas son, de seguro, complejas y variadas, pero no por ello deberíamos dejar de indagarlas. Por de pronto, hemos renunciado a transmitir bienes sustantivos —virtudes— porque dejamos de creer en ellos. Al instalarse cierto discurso relativista y descreído, según el cual todo orden sería opresivo, se hace difícil tomarse en serio luego las exigencias de la vida colectiva. La escena está directamente conectada con la valoración inicial de las evasiones masivas, que fueron justificadas como legítima “desobediencia civil”. Desde luego, el argumento era falaz (la desobediencia civil nunca es anónima y siempre asume a rostro descubierto las consecuencias jurídicas de los actos), pero el hecho quedó allí: muchos adultos proyectaron sus propias frustraciones, eligieron el aplauso fácil y celebraron todo. El viernes recién pasado, el metro y los santiaguinos siguieron sufriendo las consecuencias.

Aquí nos encontramos con otro factor: el progresista, en la medida en que piensa que el futuro será necesariamente mejor, tiene muchas dificultades para no rendirle culto a la juventud. Entra así en una dinámica que después no puede controlar, pues carece de distancia crítica respecto de los jóvenes que encarnan el porvenir. ¿Con qué herramientas entonces podría criticarlos? Si se validaron las evasiones masivas, el boicot a la PSU y la primera línea, ¿dónde poner el límite? ¿Por qué motivos? ¿Acaso no se cedió ya la cuestión fundamental? ¿Qué papel puede cumplir un adulto que renunció, desde el inicio, a explicar el valor de las reglas? ¿Qué autoridad tiene un adulto que antes abdicó de su función más elemental? Dicho de otro modo, el problema no es que jóvenes quieran pasar por encima de las normas, sino que adultos se nieguen a dar razón de ellas y transmitir el valor de la vida común. Se trata de una grave claudicación intelectual, que está en el origen de muchas de nuestras dificultades.

Es posible —no lo sabemos— que el adulto mayor que se resistió también quiera cambios profundos, y quizás incluso los considera tan urgentes como impostergables. Con todo, su actitud contiene una lección: los medios informan los fines. En otras palabras, los bienes en juego son múltiples, y ningún monismo puede obligarnos a sacrificar algunos en el altar de otros. En concreto, los deberes cívicos son condición ineludible para lograr mayor justicia social (piénsese, por ejemplo, en el pago de impuestos). De algún modo, en su estampa segura, digna e imperturbable residió por unos instantes la república o lo que queda de ella. No deberíamos abandonarla.