Columna publicada en El Líbero, 13.02.2018

Todo crimen tiene una historia que, sin embargo, suele quedar oculta tras el impacto que provoca su noticia. Esto no es demasiado sorprendente. Siempre será chocante y doloroso constatar la crudeza de un asesinato, la brutalidad de una violación, el mal que logra, en cada hito criminal, manifestarse en toda su atrocidad. El problema aparece después.

Y es que, para explicar cómo un hecho así pudo llegar a tener lugar, es necesario salir del acontecimiento mismo y de la indignación que, con razón, nos embarga. Y no por una cuestión de mera imparcialidad, sino porque sólo ese ejercicio nos asegura acceder a la verdad de un hecho que no se agota en su culminación. Como dice el historiador Iván Jablonka, la muerte es sólo el final de una historia que, para ser comprendida ⎼y no por eso justificada⎼ requiere ser observada en su trayectoria vital.

Esto es lo que parecieran haber olvidado los cinco diputados de la UDI que durante la semana pasada llamaron a plebiscitar la pena de muerte a propósito del asesinato de la pequeña Sophia en Puerto Montt. Intentando responder a una opinión pública furiosa por el crimen perpetrado nada menos que por el padre de Sophia, el grupo de parlamentarios dirigió una carta al Presidente recién electo donde no sólo solicitan la consulta ciudadana, sino que la justifican argumentando que “hay seres humanos que no merecen ser alimentados y encarcelados”.

Más allá de lo tosco de su fundamentación, así como del hecho de pasar a llevar la premisa básica de la defensa de la vida como un valor absoluto, esta solicitud olvida que acontecimientos de este tipo, como también dice Jablonka, “nos suceden” a todos. Son quiebres que se muestran como prismas de la sociedad, obligándonos a mirar de frente sus debilidades y fracasos. Pero cuando el foco se pone en la pena de muerte y, con ello, exclusivamente en el castigo, se está abandonando esta conciencia, así como la necesaria reflexión sobre las explicaciones sociales que siempre se esconden detrás de un acontecimiento y que exceden a las figuras exclusivas del victimario y la víctima. El crimen de Sophia, como ya han informado los medios, fue sólo el eslabón final de una larga cadena de abusos y maltratos de la que nadie acusó recibo.

La injusticia, entonces, que se expresa radicalmente en la muerte de esta pequeña y que algunos pretenden conjurar eliminando a su asesino, se reproduce si es que la sociedad, y en especial la clase política, no asume la responsabilidad que le cabe en este hecho. Concentrando sus energías y recursos en convocar plebiscitos, y en levantar obsoletas y cuestionadas estrategias de disciplinamiento y castigo, los parlamentarios aludidos abandonan el ámbito donde sí podrían operar y, eventualmente, modificar en algo las condiciones en las que ocurren crímenes como estos. Si en vez de argumentar en torno a la supuesta indignidad de la vida del asesino —algo por lo menos curioso en diputados identificados con la tradición cristiana— pusieran sus ojos en la historia detrás de esta familia, podríamos tal vez delimitar un campo en el cual intervenir y prevenir, no sólo para reparar los abusos injustificables sobre una pequeña, sino también para detener a tiempo la espiral de violencia en la que el victimario, con quien nadie quiere identificarse, está hundido y en la que también él se encuentra abandonado.

Lamentablemente, los chivos expiatorios son sumamente eficaces. Permiten canalizar rabias, generar adhesión, mostrar con imágenes concretas ⎼sin “complejos del pasado”, como dijo una diputada⎼ que las instituciones, al fin, funcionan. Pero no resuelven nada; es simplemente un simulacro para hacernos creer que el mal está allá afuera y no hay más que acorralarlo y ejecutarlo. Con esta estrategia, sin embargo, no sólo se perjudica a las víctimas y a la sociedad, sino también a la misma clase política. Pues, para volver una última vez al historiador francés, se abre una “mecánica de la impotencia” que sólo asegura, ante cada nuevo crimen, la expresión de una “perpetua confesión de debilidad”.

Ver columna en El Líbero