Columna publicada el domingo 2 de abril por El Mercurio. 
Gabriel Boric ofrece un arengazo a los carabineros el Día del Joven Combatiente. Gabriel Boric critica vía Twitter una declaración de la alcaldesa Matthei. Gabriel Boric lanza el proceso de reflexión del Frente Amplio. Gabriel Boric retruca las acusaciones del alcalde Carter. Gabriel Boric pronuncia frases grandilocuentes para luchar contra la delincuencia. Gabriel Boric dice querer terminar cuanto antes con la migración irregular. Gabriel Boric anuncia el Estado de bienestar. La lista podría continuar: el mandatario está en todo. Un todoterreno.

La tendencia a llenar los espacios podría parecer una ventaja. Después de todo, el hombre tiene energía y talento. Si el Gobierno está en problemas, pues bien, alguien se toma en serio su trabajo e intenta echarse el equipo al hombro. En algún sentido, el Presidente sabe que hay mucho —demasiado— en juego, y no escatima esfuerzos para salvar los muebles. Al mismo tiempo, invita a los propios a imitarlo. Seguimos.

Sin embargo, el problema es más delicado de lo que aparenta. La presencia omnímoda del Presidente es síntoma de un gobierno sumamente frágil, que muestra demasiadas grietas. Al mandatario le cuesta resistir la tentación de ser protagonista; y, de hecho, muchas de sus intervenciones tienen la huella de una improvisación precipitada (¿de verdad quiere acompañar operativos policiales?). No obstante, hay un motivo adicional —y más importante— que da cuenta de su elevada exposición. La ansiedad del Presidente se explica por la imperiosa necesidad de llenar un vacío, quizás el vacío político más profundo que hayamos vivido en las últimas décadas: el Gobierno no sabe qué hacer. No hay diseño, no hay discurso, no hay proyecto coherente ni liderazgo que ordene. No hay nada. Nada de nada.

El diagnóstico puede sonar excesivamente severo, pero no hay otra conclusión posible. Por mencionar el ejemplo más reciente, esta semana vimos cómo el Gobierno perdió todo manejo de la agenda a partir de lo ocurrido el sábado en Quilpué. Más allá del carácter trágico del hecho, se deja ver una profunda debilidad estructural. El Gobierno solo reacciona a hechos que no controla ni puede controlar. El resultado no es misterioso: está siempre arrinconado y a la defensiva. Como no hay diseño, todo puede convertirse en un problema.

¿Cómo salir de este embrollo? En principio, el Socialismo Democrático venía a subsanar las dificultades, pero ha encontrado obstáculos en el camino. Por de pronto, el Frente Amplio se ha resistido a asumir la colosal derrota del 4 de septiembre. Es un estado de negación que permanece, y nada indica que vaya a acabar. La consecuencia es que resulta impensable contar con la mínima disciplina política, y ni hablar de consolidar un giro que las bases viven como una traición. El Gobierno es demasiado socialdemócrata para lo que tiene de frenteamplista y demasiado frenteamplista para lo que tiene de socialdemócrata. Dicho de otro modo, cosecha los costos de ambas posturas sin los beneficios correspondientes. Pero hay más. Es innegable que el Socialismo Democrático tiene cuadros y herramientas que han permitido zafar de las coyunturas más críticas, pero la verdad es que tampoco tiene mucho más. La centroizquierda abdicó el 2011 (eso permitió, en último término, que Gabriel Boric llegara al poder), y esa abdicación sigue pesando sobre nuestra escena. Dado que dicho sector no tuvo coraje para defender su propia obra, quedó sin puntos de referencia. Hoy, cuando el péndulo gira, el Socialismo Democrático parece brillar, pero no deberíamos olvidar que aún carece de un balance serio de la Concertación y de la Nueva Mayoría.

El Presidente se ve entonces obligado a exponerse y sobreexponerse para tratar de ocultar las múltiples fisuras. Su figura se va gastando de modo inexorable, con el agravante de que sus giros han minado su credibilidad. El problema del cambio de discurso no es solo la carencia de autocrítica, sino que remite a la consistencia política de la principal autoridad del país. El riesgo de negar rigurosamente todas y cada una de las convicciones pasadas en tantas materias tiene un precio, que quizás ni siquiera él mismo ha calculado: su identidad política se está disolviendo aceleradamente frente a nuestros ojos. ¿Cuántos giros más resiste la figura del Presidente antes de perder toda confianza ciudadana? ¿Cómo restaurar el vínculo con la sociedad desde una trayectoria tan errática?

La paradoja es que, en muchos sentidos, Gabriel Boric se parece cada día un poco más a Sebastián Piñera. Este último también participaba en todo, le costaba guardar silencio, terminó perdiendo su propia identidad (si acaso la tenía) y pagando todos los costos asociados. Cuando emergió a la vida pública, el actual Presidente buscaba reivindicar una política de convicciones fuertes tras la época de los consensos. Hasta ahora, solo ha logrado aumentar la sensación de vacío que recorre nuestro escenario desde hace unos quince años. Mientras más se esfuerza y mientras más pugna por llenar los espacios, más vana y contraproducente resulta su acción. Y quedan tres años, que pueden hacerse largos. Muy largos.