Artículo de Pablo Ortúzar publicado en la revista Punto y Coma.

 

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La última tentación de Campbell

En la introducción de un muy buen manual sobre ecología humana[1] que yo usaba en un curso de antropología económica, el autor, Bernard Campbell, culpaba a la tradición judeo-cristiana del maltrato que los seres humanos le propinábamos al medio natural. En su interpretación, el hecho de que el Dios judeocristiano hubiera puesto el resto de la creación explícitamente al servicio del ser humano constituía una autorización para poder destruirla, además de una clara devaluación de ella. Esta idea, si mal no recuerdo, no volvía a aparecer en el libro, pero Campbell explicaba en otro capítulo, muy adecuadamente, que los seres humanos nos relacionamos con los ecosistemas a partir de una mediación cultural, y no directamente. Es decir, a través de sistemas culturales que ordenan, clasifican y evalúan el entorno natural. De ello deduzco que el antropólogo consideraba, al momento de escribir el libro, que nuestras coordenadas culturales seguían regidas por la tradición bíblica. Y la esperanza que el libro intentaba convertir en agenda era que entendiéramos la importancia de los ecosistemas para la vida humana y lográramos, de algún modo, deshacer la idea de que podíamos disponer de ellos a nuestro antojo —disponer en el sentido fuerte que el derecho civil le da a esta palabra dentro de la triada de “uso, goce y disposición”— que habíamos heredado de unos fanáticos religiosos que habitaron Palestina hace más de dos mil años. 

Esta idea siempre me llamó la atención. Primero, porque no me parecía que viviéramos en un ambiente cultural judeocristiano. Era demasiado consciente de que la Ilustración había buscado arrasar definitivamente todas las creencias y supersticiones religiosas relativas al medio natural, reemplazándolas por la ciencia positiva, y que todo el proyecto de la modernidad, de alguna manera, descansaba sobre ese proceso de reemplazo. Proceso que, incluso en el Chile de los noventa y dos mil, parecía avanzar viento en popa, derrotando todas esas prohibiciones extrañas y tabúes religiosos que la Iglesia católica había logrado sostener en pie por tantos años (todavía tengo guardado por ahí el VHS de La última tentación de Cristo que compré a los 16 años en una galería de Valparaíso sintiendo que había sido parte casi de una conspiración en pos del libre uso de la razón y la libertad de conciencia). Mi propia disciplina, la antropología social, observaba el mito judeocristiano como uno más entre tantos otros, y lo observaba desde un lugar que se consideraba pulcro, neutro y definitivo: el de la ciencia. 

En segundo lugar, la propuesta de Campell no me convencía porque tampoco me quedaba claro que el texto bíblico estableciera que los seres humanos podían disponer libremente de su entorno natural. Es decir, que el Dios judeocristiano se los hubiera entregado como propiedad en el sentido romano. Hoy, con un poco más de formación en estos temas, comprendo con claridad que esto definitivamente no era así: la entrega del mundo que el Dios bíblico hace a los seres humanos sigue estrictamente la lógica del don, del regalo, y no de la transferencia de propiedad. Lo entregado es dado en custodia y con un fin determinado. El Dios bíblico nunca transfiere, de hecho, poderes absolutos a nadie (lo cual tiene una serie de consecuencias problemáticas en el plano político). El señorío de los humanos sobre la naturaleza es una forma de explicar y legitimar el orden cultural y su superioridad relativa, pero no una especie de permiso total para destruir y saquear al antojo. Además, al menos dos elementos bíblicos advierten claramente en contra de esta lectura: uno es el hecho de que en el paraíso los seres humanos y las bestias conversaban entre ellos y no parecían consumirse mutuamente. Esta imagen reaparece en casi todas las descripciones del paraíso (que se refiere, escatológicamente, tanto al inicio como al fin), y es parte fundamental de la práctica de Francisco de Asís, quien veía en la imperfecta interacción con los animales una especie de anticipación del reino de Dios. De esto se seguiría que, desde el punto de vista de la tradición judeocristiana, nuestra actual relación con las bestias y la naturaleza en general (así como la relación entre las mismas bestias) estaría marcada por la caída producto del pecado original, lo cual demandaría entender que la posibilidad de un vínculo mucho más estrecho y significativo sigue abierta como promesa, a pesar de lo deficitario de nuestra relación actual. 

El segundo ejemplo tiene que ver con la obligación legal (considerada de origen divino) que tenía el pueblo de Israel de dejar descansar la tierra y las bestias de carga cada siete años. Ese es el origen del concepto de “año sabático”. Un funcionalista bien podría suponer que aquí se esconde un asunto absolutamente práctico: dejar descansar la tierra permite mantener su fertilidad. Sin embargo, lo relevante para nosotros no es la función de la prohibición, sino su justificación: el Dios de Israel mandaba dejar descansar la tierra y las bestias, limitando entonces la posibilidad de los hombres de disponer de ellas, lo que era entendido, por los propios israelitas, como una preocupación por el bienestar no de sus cosechas, sino de la creación[2].

En tercer lugar, la visión de Campbell me parecía toscamente maniquea: la oposición entre ser humano y creación es muy difícil de defender en el terreno bíblico, considerando que, desde ese punto de vista, una oruga no es menos criatura que cualquier persona humana, y que nuestra dimensión material es tan animal como la de cualquier otro mamífero. Únicamente las doctrinas maniqueas —que oponen lo espiritual a lo material y vinculan solo lo primero con lo divino— plantearon algo así, y fueron rechazadas tanto por judíos como por católicos. Hacerle violencia a la naturaleza es también violentar al ser humano, en la medida en que es parte de ella. Según la Biblia, somos bestias creadas “a imagen y semejanza de Dios”, pero bestias al fin y al cabo. Plantear una disociación total entre el ser humano y su ambiente ecológico suena, entonces, como una idea bastante disparatada, con muy poco fundamento en la tradición bíblica. 

Mis sospechas sobre lo errónea que parecía la idea de Campbell eran, de esta manera, correctas. Pero, sin embargo, él tenía toda la razón en muchas más cosas: efectivamente vivíamos en una cultura que consideraba que el medio natural era nuestra propiedad en sentido romano, que podíamos explotarlo a nuestro antojo y que el “enseñoreo” de los seres humanos dependía, en buena medida, del control, dominio y explotación sobre el medio natural. La Biblia, entonces, quizás no decía aquello que el autor le atribuía, pero claramente nuestra civilización tendía a leerla de esa manera. 

Toda naturaleza, incluyendo la humana, es imaginada como una página en blanco sobre la cual la voluntad puede escribir lo que se le antoje con tal que tenga la fuerza para hacerlo.

¿Cómo se construyó esa perspectiva? ¿Cómo es que terminamos concibiendo al ser humano en una especie de guerra contra su medio natural? No tengo espacio aquí para relatar esa historia en detalle. Sin embargo, sí puedo destacar que dicha cosmovisión parece enraizarse mucho mejor en el mundo grecorromano que en el judeocristiano. Y que el gran proyecto de la modernidad es justamente uno de conocimiento y dominio, que concibe el mundo como algo a conquistar y apropiar, y no como un regalo a custodiar. Esta aproximación, por cierto, ha generado enormes avances y grandes logros en el plano de la ciencia y la medicina. Pero tiene costos: parte de la base de que el mundo natural es inagotable, y que el ser humano es nada más que un pequeño y humilde actor que, si acomete con todas sus fuerzas contra su medio, quizás, beneficiado por la fortuna, logrará conseguir, por un momento, algo glorioso. Así, se exagera la solidez de nuestro medio (y se inventan historias sobre lo terrible y horrorosa que era la vida de los seres humanos “primitivos” o “premodernos”, lo que es claramente desmentido por casi todo el registro antropológico y arqueológico). En segundo lugar, se parte de la base de que el gran objetivo a conquistar es la autarquía: la autonomía total. Primero, de los pueblos; luego, de los individuos. Este es el proyecto de la soberanía, que hoy termina en el sujeto soberano: uno que ya no tienen vínculo alguno con el medio natural, cuya voluntad determina incluso su propio sexo o la ausencia de él[3]. Toda naturaleza, incluyendo la humana, es imaginada como una página en blanco sobre la cual la voluntad puede escribir lo que se le antoje con tal que tenga la fuerza para hacerlo. 

En todo esto hay una simplificación algo grosera: pido al lector que entienda que estoy escribiendo con brocha gorda algo que merece muchos más matices. Por ejemplo, no estoy diciendo que nos hayamos vuelto grecorromanos y por eso destruimos el medio ambiente. El proceso es mucho más complejo e implica la maduración de una teología alternativa a la ortodoxia cristiana que toma elementos grecorromanos y los va mezclando con nociones judeocristianas, hasta dar con algo nuevo y diferente[4], que es la civilización moderna. 

Dominados por el deseo de dominar 

Un mensaje claro nos ha sido comunicado por miles de científicos e intelectuales dedicados a la difusión científica: estamos destruyendo nuestro ecosistema. Estamos destruyendo el mundo mediante su depredación y contaminación, introduciendo cambios que tendrán efectos desconocidos en el corto, mediano y largo plazo, y que afectarán brutalmente la vida en la tierra. Y si no actuamos ahora, si no reducimos nuestras emisiones contaminantes, tanto más rápido, brutal e irreversible se volverá ese proceso. Tal mensaje ha sido recibido con iguales proporciones de espanto, escepticismo e indiferencia, lo que resulta bastante impresionante. ¿Cómo puede explicarse algo así? 

El problema de fondo en todo esto no es que los científicos que, al igual que Campbell en su libro, han dado la llamada de alerta estén equivocados. Probablemente tienen razón. El problema es que la teología moderna y las instituciones creadas a su alero son incapaces de procesar esa alerta de manera satisfactoria. Casi todas nuestras categorías políticas y culturales suponen una visión de la naturaleza como propiedad a conquistar que resulta incompatible con ese llamado. No podemos procesarlo sin generar un efecto dominó en nuestra forma de comprender el mundo que termina por hacernos concluir que no entendemos nada o que hay un error en la advertencia que se nos hace. Hemos construido una civilización en torno al deseo de dominación, una civilización que, de hecho, depende del crecimiento ilimitado para no colapsar. A la velocidad a la que vamos, ponerle freno al tren implica descarrilarnos, a pesar de que los científicos nos advierten que la vía férrea se acabará pocos kilómetros más allá. En tales condiciones, la mayoría de las personas modernas preferirá esperar un “milagro científico” (por irónico que esto sea, dado que quienes dan la alerta son justamente aquellos de los que se espera el milagro). 

Lo que necesitamos, entonces, es un cambio de ruta. No seremos capaces de entender a cabalidad el problema ambiental a menos que comencemos a entender de un modo distinto nuestra relación con el mundo. Y eso demanda, en primer lugar, convencernos de que lo que está en juego no es solo la vida humana, sino el alma. Necesitamos volver a entendernos como custodios de nuestro entorno —así como de nuestra propiedad y cuerpo— y no como sus dueños absolutos. Y eso exige, a su vez, no expulsar definitivamente al Dios judeocristiano de nuestra cosmovisión, sino traerlo de vuelta: no hay posibilidad de volvernos custodios de algo si no entendemos que ese algo nos fue donado por alguien más. 

Curiosamente, curar el deseo de dominación que nos está llevando al despeñadero ecológico parece demandar que volvamos a entender el universo como creación y a nosotros mismos como criaturas que están solo de paso por este mundo. Es muy distinto sentirse señor soberano, infinito e inmortal del espacio que uno habita, a saberse un humilde invitado, que deberá retomar mañana su camino. Para salvar nuestro mundo, en otras palabras, ya no podemos entenderlo como una propiedad: debemos perderlo. 

 

Pablo Ortúzar es antropólogo social y magíster de Análisis Sistémico por la Universidad de Chile. Actualmente cursa estudios de doctorado en la Universidad de Oxford. Es autor del libro El poder del poder (Tajamar, 2016), coautor de Gobernar con principios (LyD, 2012) y traductor de La gran sociedad (IES-Cientochenta, 2014), de Jesse Norman. Es investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad.

 

[1] Bernard Campbell, Ecología humana (Salvat: Barcelona, 1993).

[2] Ver E.P. Sanders, The historical figure of Jesus (Londres: Penguin, 1995), 38.

[3] Ver el libro de Bérénice Levet, Teoría de género o el mundo soñado de los ángeles (Santiago: IES, 2018).

[4] Una explicación detallada de este proceso se puede encontrar en J. Milbank, Theology and Social Theory, (Oxford: Blackwell, 1990).