Columna publicada el 26.08.18 en Reportajes de El Mercurio.

La acusación constitucional presentada esta semana contra tres ministros de la Corte Suprema por un grupo de diputados (que van desde la Democracia Cristiana hasta el Frente Amplio) no es solo un peligroso síntoma del deterioro de nuestra institucionalidad, sino que también refleja con nitidez cuán desorientada está la oposición. En efecto, todo indica que los diputados firmantes eligieron utilizar el arma más poderosa que contempla la Constitución sin haber reflexionado sobre ella.

La falta de los jueces acusados -Manuel Valderrama, Hugo Dolmestch y Carlos Künsemüller- habría sido conceder la libertad condicional a siete condenados por delitos de lesa humanidad. Aunque estos cumplían con los requisitos para acceder a dicho beneficio, los acusadores aseveran que hay disposiciones de tratados internacionales que lo impiden. La tesis central del libelo consiste precisamente en afirmar que, en lo referido a este tipo de beneficios, hay normas clarísimas (se habla de “la única conclusión posible en la materia”, p. 75).

Dada la gravedad de la imputación, uno esperaría encontrar en el libelo un sustento sólido a dicha tesis. Sin embargo, al leer sus (especiosas) noventa y tres páginas, se encuentran escasos elementos que permitan llegar a esa conclusión. Es más, lo único que el texto logra mostrar es exactamente lo contrario: se trata de una cuestión controvertida, donde hay más de una opinión. Tanto es así, que el mismo libelo cita abundante jurisprudencia de la CIDH, cuyos términos nunca son taxativos, y que dejan amplio margen para la ponderación. Por otro lado, el texto tampoco considera que las normas invocadas del Estatuto de Roma (que imponen severas limitaciones a las libertades condicionales y rebajas de pena) solo rigen para las condenas dictadas por la Corte Penal Internacional. Como puede apreciarse, se trata de un típico caso de normas más o menos vagas que entran en tensión, y que abren espacio a varias lecturas posibles. Después de todo, y contrariamente a lo que pensaba Montesquieu, el derecho está lejos de ser una disciplina mecánica (como lo prueban los mismos procesos de derechos humanos).

Pero hay más. El caso se sigue complicando si notamos que el texto acusatorio no se detiene en ningún momento en la trayectoria de los imputados (uno de ellos rompió el pacto de silencio de la CNI, y otro colaboró con la Vicaría de la Solidaridad), ni en su trabajo en tribunales. Esto es extraño, porque la destitución de un juez debe fundarse en una repetición más o menos constante de actos abiertamente contrarios a la ley, que permita configurar el notable abandono de deberes. Aun concediendo que los diputados tuvieran razón -y que pudieran revisar los fallos-, hay una notoria desproporción en el medio elegido.

Como si todo esto fuera poco, el gobierno de Michelle Bachelet ingresó en enero de este año un proyecto de ley cuya finalidad era precisamente limitar los beneficios carcelarios en estos casos. Esto demuestra que parte importante de la oposición consideraba, hasta hace pocos meses, que la ley vigente era ambigua. ¿Cómo explicar que esa ambigüedad haya desaparecido en tan poco tiempo? ¿Tan poderoso es Sebastián Piñera? La historia se vuelve delirante al considerar que Gabriel de la Fuente, ministro encargado de la agenda legislativa en el gobierno anterior, fue uno de los redactores de la acusación: ni Mauricio Rojas tuvo un cambio de opinión tan brusco e inexplicado.

¿Qué puede haber llevado a la oposición a este cúmulo de errores, vueltas de carnero y razonamientos absurdos? ¿Por qué personas con vocación de gobierno caen en la trampa de debilitar las instituciones como vía para manifestar sus (legítimos) desacuerdos? Me parece que esto puede explicarse del modo siguiente: los diversos grupos opositores solo encuentran algo de unidad en el cumplimiento de una función meramente crítica, o destructiva. No hay en ella ni discurso común, ni proyecto político, ni liderazgos dignos de ese nombre; no hay, en definitiva, ningún horizonte compartido a la vista. Eso los deja frente a una disyuntiva delicada: o bien asumen que deben emprender un trabajo largo y doloroso, o bien buscan la unidad en causas puramente negativas y referidas al pasado. Para lograr esto último, no les importa mucho forzar al extremo los argumentos (¿Hugo Dolmestch destituido por falta de compromiso en materia de derechos humanos?); pues lo único relevante es evitar cualquier atisbo de discusión sustantiva. Así, en lugar de asumir el desafío intelectual de pensar políticamente el futuro de la izquierda, prefieren la frivolidad de acusaciones constitucionales sin fundamento ni destino. Si alguien tiene dudas, basta preguntarle al diputado Urrutia.