Columna publicada el sábado 5 de septiembre de 2020 por La Tercera.

Una constitución escrita no es un contrato social: no crea el orden social, sino que trabaja desde él. Es, en cambio, un acuerdo político sobre un diseño y ensamblaje institucional que organiza y distribuye de manera legítima los poderes del Estado. Y el Estado no somos todos: es un complejo aparato de control, distribución y dominación que reclama para sí la capacidad de coerción legítima. Que todos lo financiemos y decidamos vía urna algunos de sus asuntos administrativos no nos identifica con él.

El diseño y ensamblaje constitucional es una especie de máquina política compuesta de distintos dispositivos que cumplen funciones diferentes. La lógica interna de cada uno de estos dispositivos cambia según la función que se espera que cumpla.

Cuando una Constitución funciona, hace andar al Estado con un ritmo adecuado y balanceado, procesando distintos cambios, demandas y desafíos del entorno de manera eficaz, eficiente y pacífica. Produce, entonces, estabilidad en el cambio. Y esa estabilidad genera prosperidad económica y social. Distintos bienes van siendo conquistados de a poco, en la medida de las capacidades que se van ganando. Esto explica que constituciones que no tienen un origen democrático puedan legitimarse en el tiempo: es porque funcionan. Por sus frutos se las conoce.

El problema es que es fácil que una Constitución no funcione. Miles de cosas pueden salir mal. La mayoría las hemos aprendido a porrazos. ¿No era obvio que el Congreso tuviera la última palabra respecto al presupuesto anual del Estado? La brutal Guerra Civil de 1891 nos mostró que no. Que no podíamos dejar armamento de ese calibre en manos del legislativo para enfrentarse al ejecutivo. Por eso hoy se aprueba automáticamente, en caso de no haber acuerdo, el mismo presupuesto del año anterior. ¿No era obvio que el Congreso tuviera control, al menos indirecto, de la política monetaria del Banco Central? La hiperinflación de los 60 y 70 nos enseñó que no. Que no podíamos dejar la imprenta de billetes cerca de ningún político. De ahí la autonomía efectiva que tiene hoy el consejo del Banco Central. ¿No era obvio, por último, que el Congreso decidiera quién sería presidente si no se llegaba a una mayoría en la primera vuelta? La elección de Salvador Allende, ratificado para llevar adelante un programa radical luego de obtener apenas un tercio de los votos emitidos, nos enseñó que no. Por eso hoy hay segunda vuelta: para que quien gane lo haga con al menos la mitad de los sufragios.

Bajo la Constitución vigente Chile conoció la etapa de mayor paz y prosperidad de su historia republicana. La pobreza fue reducida en apenas tres décadas del 50% a menos de dos dígitos. Luego, es tremendamente importante que hoy la leamos con calma y ponderemos sus aciertos y fracasos. ¿Qué aprendimos gracias a ella? ¿Tienen sus mecanismos estabilizadores un doble filo? ¿De qué males y bienes específicos puede ser culpada?

Todo ciudadano responsable debería emprender este ejercicio. De lo contrario nos dedicaremos durante los próximos años a peleas absurdas, discutiendo qué derecho y cuál no debe ir en la lista navideña, mientras los asuntos importantes, el diseño de la máquina, queda descuidado.