Columna publicada el viernes 17 de febrero de 2023 por El Mercurio.

En las últimas semanas, algunas voces han sugerido que Chile adopte un régimen parlamentario. Más allá de las nobles intenciones que subyacen a esta propuesta, en ella laten el mismo tipo de errores que condujeron al fracaso de la Convención Constitucional.

Un primer error común al malogrado órgano constituyente y a la propuesta parlamentarista es la indiferencia (o franco desprecio) respecto de prácticas políticas muy arraigadas en el país. Lo mismo ocurre con la agenda parlamentarista, en la medida en que ignora la enorme resistencia que generaría trasladar al Congreso Nacional la elección del jefe de gobierno. ¿Cómo desconocer que en el Chile de hoy sería incomprensible quitarle a la ciudadanía la elección del gobernante para pasarle esa decisión a las cúpulas partidarias? En rigor, se le regalaría una bandera a quienes buscan rechazar a priori el nuevo proceso.

Lo anterior guarda relación con otro defecto compartido por el ímpetu parlamentarista y la “constituyente ciudadana”: la excesiva confianza en las posibilidades de un texto constitucional para rehacer nuestra cultura institucional. La Convención derrotada el 4 de septiembre ya mostró las graves consecuencias de esa lógica. Acá no se trata de escribir un paper ni de realizar un ejercicio abstracto —no basta con citar datos internacionales—, sino de articular instituciones concretas, mejorando las ya existentes. Esto exige considerar tanto las necesidades del Chile actual como su valiosa tradición constitucional. Y dicha tradición encuentra en el régimen presidencial —en la elección popular de un Presidente que es jefe de gobierno y jefe de Estado— uno de los principales factores de continuidad entre 1833, 1925 y nuestros días.

Además, si el poco tiempo con el que cuentan la Comisión Experta y el Consejo Constitucional se malgasta en intentar instalar el parlamentarismo, la discusión se trabará, desaprovechando una oportunidad única para ayudar a corregir los problemas que padece nuestro sistema político. Urgen medidas para disminuir la fragmentación y favorecer la gobernabilidad, pero los plazos disponibles invitan a pensar esas correcciones en el marco de un régimen presidencial y no fuera de él.

Por cierto, dentro de ese marco el debate sigue abierto. De una parte, se requiere deliberar sobre las medidas más idóneas para luchar contra la fragmentación y favorecer una mayor cooperación entre Ejecutivo y Congreso. ¿Trasladar la elección de los parlamentarios para la fecha del balotaje presidencial o incluso después de ella, emulando el caso francés? ¿Fijar un umbral mínimo de representación parlamentaria, como en Alemania y otros países? ¿Sentar las bases de un nuevo sistema electoral mixto o derechamente mayoritario? Y así.

De otra parte, hay innovaciones adicionales posibles, directamente vinculadas al presidencialismo imperante. ¿Alargar el período presidencial a 5 o 6 años, impidiendo toda reelección futura? ¿O tal vez mantener el período de 4 años y admitir una sola reelección inmediata? ¿Y por qué no crear una vicepresidencia, como en E.E.U.U.? En cualquier caso, ¿cómo resguardar en forma adecuada el equilibrio de poderes?

Preguntas de esa índole apuntan a perfeccionar nuestro sistema político y exigen una serena reflexión. Priorizar la agenda parlamentarista impediría tratarlas debidamente, y alejaría a la ciudadanía de un proceso cuyo éxito y legitimidad distan de estar asegurados. Eso es lo que está en juego.