Columna publicada el 10.12.18 en The Clinic.

El rechazo de un grupo de escolares a leer una obra de Pedro Lemebel ha llevado a una serie de juicios contrapuestos. A un lado quienes defienden la libertad de los muchachos para leer lo que quieran (o más bien: solo lo que quieran), y al otro lado quienes por distintas razones critican este rechazo. Esa crítica puede a su vez provenir de criterios muy distintos: están quienes creen que insistir en tal lectura permitirá curar a los jóvenes de la homofobia, y están quienes nos recuerdan las brutalidades que se seguirían si armamos un canon de lectura excluyendo a quienes, desde Neruda a Ezra Pound, son objeto de algún reparo moral.

A lo que no se ha atendido de modo suficiente, en cambio, es a la evidente tensión entre estos dos últimos argumentos. Podemos moldear nuestro canon literario ignorando la agenda moral con que se vincule a los autores, o podemos organizarlo como sesión de terapia para corregir a la mitad equivocada del país. Cuando de modo confuso se enarbola en Twitter los dos criterios juntos, no deja de asistir cierta razón a los escolares aludidos. Si perciben que una obra es puesta en sus manos por razones distintas de las literarias –y parte de los argumentos con que se les critica les da razón para pensar que eso ha ocurrido–, no tiene mucho sentido responderles que ellos no pueden a su vez rechazarla por motivos extraliterarios.

En lo que, en cambio, no parece asistirles razón –ni a ellos ni a quienes los han defendido–, es en la idea de que aquí deba primar la libertad, que cada uno debe elegir lo que lee en el contexto de la educación escolar. Hay mucho tiempo libre para operar según los propios gustos, criterios y obsesiones. Es más, tiene todo el sentido del mundo insistir en que ese suele ser el principal motor en cualquier vida con una sana dosis de lectura. Pero aquí la pregunta es respecto de la formación compartida que provee la escuela.

Lejos de chocar con la libertad, la idea de un canon siempre ha buscado mostrar horizontes lejanos, grandes voces discordantes, el rango completo de las preguntas humanas. Pero por abierto que siempre haya sido el canon, y por muchos cánones que de hecho haya (no hay uno de toda la humanidad ni uno mismo para cada escuela), un canon implica necesariamente selección por alguna autoridad. Como alguna vez escribió Martin Buber, un maestro es precisamente un seleccionador de la realidad. En el caso que discutimos, los padres pueden con toda razón aspirar a ser parte de la formación del canon; pero renunciar a todo canon es renunciar a la idea misma de educación.

John Searle ha descrito de modo agudo el cambio que ha tenido lugar con la crítica multiculturalista al carácter eurocéntrico y opresor del canon. Generaciones como la suya, que fueron a la universidad en los años cincuenta, recibían el canon como algo que precisamente abría la mente. Leer desde Sócrates hasta El federalista, les daba un punto de contraste adecuado para juzgar sobre los lugares comunes de la cultura norteamericana. Así, el canon desmitificaba y desenmascaraba los ídolos de la propia cultura, desempeñando un papel liberador. Para los críticos del canon en generaciones más recientes en cambio, era el canon mismo el que tenía que ser desenmascarado. Tras eso ya no es tan fácil reciclar los argumentos clásicos a favor del canon.

En efecto, quien aterrice estos asuntos en la discusión nacional fácilmente notará cómo las cosas se siguen complicando: aunque a los jóvenes no les asista razón en reclamar libertad respecto del canon, su posición se asemeja no poco a la de quienes en un afán de liberación procuraron reemplazar el canon por algo nuevo. No hay salida sencilla a tal embrollo, y en él se reflejan muy bien las paradojas del mundo contemporáneo: es la nueva cultura moral la que insiste en un canon (por modificado que sea) y son las posiciones más conservadoras las que se defienden con simple apelación a la libertad individual. Si no queremos que la (escasa) formación literaria salga golpeada en tal encrucijada, debemos poner un esfuerzo muy serio en mantenerla al margen de estas controversias.

Desde este ángulo, cabe ofrecer cierta respuesta tanto a los críticos como a los defensores de los alumnos. A sus críticos cabe reconocerles que efectivamente la literatura puede ser un buen modo de introducir y enfrentar discusiones propias de una sociedad llena de disensos. ¿Pero no cabría sugerirles que, cuando es puesta al servicio de tales propósitos, sería mejor hacerlo fuera de las horas dedicadas a la literatura, en las múltiples actividades de orientación que pueden ser enriquecidas incorporando obras literarias? Las clases propiamente literarias seguirán teniendo, cabe sospechar, un alcance moral además del estético, pero no uno que podamos directamente controlar.

A los defensores de los escolares, en tanto, cabe reconocerles que su defensa de espacios de divergencia respecto de la cultura moral dominante merece respeto. Pero cabría recordarles que cuanto mayor sea la división moral de una sociedad, tanto más urgente se vuelve que al menos esté transida de algún grado de unidad cultural. Si no salvamos dicha unidad, la defensa del pluralismo se convierte en efectiva construcción de guetos. Quien quiera evitar tal despeñadero tiene mucho que pensar sobre el canon, sobre su plasticidad y su conformación, sobre su función en sociedades divididas.