Columna publicada el lunes 3 de octubre de 2022 por La Segunda.
Mañana se cumple un mes del monumental triunfo del Rechazo y el miércoles otro aniversario del 5 de octubre de 1988. Luego, si sólo fuera por los simbolismos, se trata de una semana idónea para fijar los bordes o bases fundamentales del acuerdo constitucional. Es sabido, sin embargo, que el diálogo ha tenido sus dificultades, y aún alcanzando un consenso sobre esas bases todavía estará inconcluso el nuevo itinerario constituyente. Naturalmente, las tratativas no deben eternizarse, pero la demora quizá tiene su lógica. En rigor, la operación es de alta complejidad.

Nótese: el telón de fondo del acuerdo es una ciudadanía frustrada y cuya paciencia está colmada –la Convención sólo agravó este problema–, y quien debe conducirla e interpretarla es la misma clase política cuestionada por los chilenos. Cabe recordar, además, que venimos de sucesivas y cada vez más intensas borracheras electorales: los últimos gobiernos y en especial el presidente Boric junto a los convencionales de izquierda creyeron, cada uno a su modo, que los votos eran algo así como un cheque en blanco. Ahora, conocidos los efectos de esas borracheras, el desafío es tomarse en serio los plebiscitos de entrada y de salida, las expectativas de cambio y estabilidad, y así. En las sugerentes palabras del diputado DC Eric Aedo, el sistema no ha logrado ofrecer la combinación de “chicha y chancho” que añora nuestra sociedad. El acuerdo debe encarnar este anhelo, insatisfecho hace alrededor de una década. No es poco.

Pero hay más. En este escenario, la tentación de muchos actores políticos es identificar la presión de los militantes o adherentes más beligerantes con aquello que pide “la gente”. A esto se enfrentan quienes lideran la búsqueda del acuerdo, y en todos los sectores abundan los que únicamente quieren “capitalizar el plebiscito” (de entrada o de salida, según el caso). En particular, esta retórica se ha vuelto habitual en cierta derecha “valiente” que apenas ayer, ante los peligros que generaba el texto de la Convención, reivindicaba con fruición la democracia representativa. Dichos peligros eran reales y objetivos —el riesgo de una “dictadura legal”, al decir del expresidente Frei Ruiz-Tagle—, pero su denuncia suponía valorar las instituciones democráticas. Curiosamente, tras el 4 de septiembre ellas pasaron a ser una infame “cocina” para muchos “patriotas”. La tentación plebiscitaria no tiene color político.

Es verdad que la izquierda debe saber perder: la farra tiene responsables. Pero todos, ganadores y perdedores, han de recordar que la Convención ya mostró dónde termina el desprecio por los acuerdos transversales y la dinámica facciosa del “pueblo unido avanza sin partidos”. Al fin y al cabo, eso es lo que está en juego.