Columna publicada el martes 30 de agosto de 2022 por La Tercera.

El matonaje y la coerción moral contra las personas de centroizquierda que votan Rechazo ha sido parte de la desesperada campaña final del Apruebo. Entre policías malos, como las presidentas del PS y el PPD que despliegan anatemas y excomuniones contra los antiguos compañeros, y policías buenos, como Eugenio Tironi, que ha intentado hacerle ver a sus antiguos correligionarios que un arcoíris de cartón en blanco y negro sigue siendo un arcoíris, se pretende arrinconar a los “traidores”. Ni hablar de las redes sociales, donde la campaña de insultos y descalificaciones contra Cristián Warnken o Javiera Parada lleva meses andando.

Ahora bien, lo que menos hay en estas intervenciones son argumentos políticos de fondo. Campea, en cambio, la reductio ad checopetum: “¿somo amigo o no somo amigo?”. Tironi también intenta mostrar que, según él, está más conectado con la juventud. Que aprobar es “lolo” y no hay que tenerle miedo. Que no hay que dejarse llevar por el resentimiento contra los cabros. Que hay que entender a los cabros. Que él entiende a los cabros. Todo como si se tratara de una especie de pleito escolar.

Sin embargo, la razón por la que el Rechazo creció hacia el centro y hacia la izquierda es porque las tesis políticas detrás del proyecto constitucional y de la nueva izquierda que lo impulsa son contrarias a muchas de las convicciones y principios de la izquierda democrática. La política no es puro muñequeo, asesoría, clientelismo y compadrazgo. Como se ha puesto de moda decir, hay “líneas rojas”, y la propuesta constitucional sobrepasa muchas de ellas.

Para empezar, la izquierda, en su mejor versión, siempre ha sido universalista. Esto significa que ha estado históricamente en contra de los privilegios arbitrarios o injustos para individuos o grupos de personas. El proyecto constitucional, sin embargo, asigna privilegios legales según etnia. En vez de partir de la igualdad ante la ley, empujando para hacerla avanzar hacia una igualdad sustantiva, asigna beneficios injustificados a grupos designados a dedo.

En seguida, por ser universalista, la izquierda siempre ha estado en tensión con las pasiones nacionalistas, pero especialmente con los nacionalismos étnicos. ¿Hay algo más odioso y peligroso que la pretensión de mezclar unidad política y racial? Sin embargo, el proyecto constitucional avala una miríada de nacionalismos étnicos, legitimando su existencia y entregándoles herramientas para seguir creciendo, ganando territorio y consolidándose. Todo en desmedro del proyecto nacional chileno, que es republicano, pluralista y mestizo.

Además, la izquierda siempre ha puesto las condiciones materiales por sobre los asuntos identitarios. Nunca idealizó como deseable, por ejemplo, la pobreza campesina o el subdesarrollo. Liberar las fuerzas productivas de tal forma que sus frutos satisfagan las necesidades de la mayor cantidad de personas posibles supone cierto nivel de homogeneidad de necesidades y formas de vida. Supone un grado importante de racionalización. Por eso estamos frente a una ideología moderna. Sin embargo, el proyecto constitucional pone las identidades por encima de las necesidades apremiantes de la clase trabajadora chilena. Es altamente específica y concreta en asignar beneficios a las minorías identitarias, pero a la clase trabajadora le pone una lista de supermercado de derechos sociales sin base material para su realización, y les ordena creer que por estar en el papel, se harán realidad. El texto de la Convención fue secuestrado por activismos de nicho, mucho más populares en la academia que en la calle. Todo esto sin mencionar que desincentiva la inversión y el crecimiento, amenazando con empobrecer todavía más a los sectores medios ya profundamente golpeados por la crisis sanitaria y económica.

Por último, la izquierda siempre ha promovido, al menos en teoría, un aparato administrativo estatal fuerte y profesional. Tratar de asegurar un acceso universal a bienes básicos de buena calidad lo exige. Sin embargo, el proyecto constitucional desorganiza el Estado chileno, desmembrándolo y atomizándolo sin motivo racional alguno. En nombre de la “descentralización”, se procede a faenar y repartir el aparato estatal, lo que es particularmente grave cuando tenemos a grupos terroristas y bandas criminales operando en cada vez más zonas del territorio. ¿Alguien puede explicar, por ejemplo, que el Estado de emergencia, lo único que ha servido –usado mediocremente- para detener la violencia extremista en el sur, no exista en el nuevo proyecto?

Los demócratas modernos, por otro lado, han defendido siempre la igualdad ciudadana. También, por cierto, los balances y contrapesos del poder, que en este caso se ve severamente dañada por la politización del poder judicial y su destitución como tercer poder del Estado, así como por la degradación de Senado. Por último, la idea de “patriotismo constitucional”, cuyo fundamento es el principio de que el gobierno legítimo debe basarse en el consentimiento más amplio posible de los gobernados, es incompatible con un texto faccioso que gane raspando el plebiscito.

El Rechazo, de esta forma, se ha vuelto la opción políticamente más amplia porque los bienes defendidos al rechazar el proyecto constitucional son más fundamentales y básicos que los que el Apruebo pretende conquistar. Y, a esto, se suma el hecho de que la vía reformista encuentra hoy un camino más fácil bajo el orden vigente (4/7) que bajo el proyecto constitucional (2/3 o 4/7 más plebiscito). Quienes deberían justificar de manera más suficiente sus posturas, entonces, no son los demócratas de izquierda que rechazan, sino los que aprueban.