Tribuna publicada el domingo 17 de abril de 2022 por El Mercurio.

“La centroderecha tiene hoy una de las mejores generaciones intelectuales de las últimas décadas […] Pero la tragedia es que, con escasas excepciones, la derecha política no participa de estos debates ni recoge estos aportes”. Así resumía Max Colodro hace pocas semanas, en estas mismas páginas, una de las principales características de la actual oposición. El fenómeno, efectivamente, parece digno de análisis. Hoy, en el momento de mayor desorientación y falta de liderazgos consolidados de la derecha posdictadura, emerge en paralelo un amplio elenco de académicos, columnistas e intelectuales con activa presencia en el debate público, aunque sin demasiada recepción en los círculos partidarios. 

Puede pensarse, entonces, que los políticos de centro y derecha están perdiendo una oportunidad privilegiada para dotar de mayor densidad y fuerza persuasiva a su mensaje. Y si esto es así, resulta indispensable comprender las causas de este paradójico escenario. Las líneas que siguen buscan ayudar en esa tarea.

La cuestión generacional

Un primer elemento que pareciera incidir en este panorama es la diferente trayectoria vital de políticos e intelectuales. Si se atiende a los ejemplos ofrecidos por Colodro —“Pablo Ortúzar, Daniel Mansuy, Hugo Herrera, Josefina Araos, Natalia Gónzalez y varios otros”—, un factor común es haber crecido, estudiado y trabajado en democracia. Y este dato, por supuesto, tiene consecuencias. 

Por de pronto, se trata de personas que siempre han gozado de libertad para participar en un debate público abierto, incluyendo la creación e integración de nuevas instituciones y centros de estudio. Además, si bien muchos de ellos suelen examinar con suma atención la historia de nuestro país, sus inquietudes tienen que ver ante todo con el presente y el futuro. Dicho de otro modo, y a diferencia de quienes tenían las riendas de los partidos apenas ayer, esta nueva generación mira las querellas del ciclo Frei Montalva-Allende-Pinochet con distancia no sólo política, sino vital.

Esta variable también ayuda a comprender su permanente insistencia en ir más allá de la gestión y tomarse en serio el plano de las ideas: el adversario natural de estos columnistas e intelectuales han sido, básicamente, los dirigentes e ideólogos del Frente Amplio. De hecho, hace más de 10 años diversos exponentes de esta generación vienen advirtiendo en todo tipo de tribunas que los mayores debates de nuestra época residen en el ámbito de la justicia y la legitimidad, y que en la vereda contraria había un grupo de políticos y académicos dispuestos a explotar ese tópico sin piedad. 

Esa insistencia, entonces, no proviene sólo de una convicción teóricamente fundada —las ideas tienen consecuencias—, sino también de una década de disputas con el mundo político que hoy conduce La Moneda y la Convención. Los parlamentarios y los partidos de la actual oposición padecieron demasiadas dificultades para captar este punto —baste recordar la peregrina idea de una segunda transición—, y ello tuvo efectos nocivos para la centroderecha y el país, acentuando la distancia entre políticos e intelectuales. 

Pero, ¿por qué esta nueva generación pudo anticipar la relevancia de algunas tendencias ideológicas que luego irrumpirían con tanta fuerza? Y más importante aún, ¿por qué sus planteamientos, pese a lo anterior, no han logrado impactar de modo suficiente en el ambiente partidario? 

División del trabajo

Para responder esas preguntas, es pertinente volver a reparar en el perfil del listado que ofrece Colodro —aunque hay otros ejemplos— y, sobre todo, constatar su relativa diversidad. Se observan diferentes formaciones disciplinarias e intelectuales, también distintos estilos y prioridades. Algunos trabajan juntos y otros no; varios de ellos incluso han tenido diferencias públicas entre sí. Esta diversidad de lentes y perspectivas es compleja de aceptar y procesar para el ambiente político en general, y para el centro y la derecha en particular. 

En efecto, sus dirigentes estaban costumbrados a vérselas con bloques mucho más homogéneos y, además, el político de este sector típicamente aspira a recibir algo así como un recetario, un detallado instructivo con los pasos a seguir. No la clase de diagnósticos, reflexiones y orientaciones más amplias que suelen delinear quienes cultivan las humanidades y ciencias sociales. Sin embargo, llegados a este punto, la fractura entre ambos mundos se vuelve aún más paradójica. 

Por un lado, varios de los columnistas e intelectuales referidos han participado activa y entusiastamente cuando han sido convocados a instancias de difusión o interlocución política, pero luego estas han sido minusvaloradas por los propios políticos (ejemplos emblemáticos fueron el consejo ampliado de Chile Vamos o el “Manifiesto por la República y el buen gobierno”, coordinado por los exsenadores y exministros Andrés Allamand y Hernán Larraín). Por otro lado, cuando el columnista o intelectual dibuja diagnósticos y orientaciones generales, sin bajar al detalle de la política concreta, en el fondo le reconoce al político su dignidad y su responsabilidad como dirigente, su campo de acción específico: el hecho de que él siempre tiene la última palabra en la decisión propiamente política. 

En ese sentido, es claro que los columnistas y académicos con interés en lo público pueden haber hecho mejor las cosas —y nadie es buen juez de su propia causa—, pero lo cierto es que los políticos de derecha han tendido a confundir los planos: en varias ocasiones esperan que los intelectuales les digan simplemente qué hacer, pero en muchas otras reaccionan con amargura o molestia ante sugerencias de esa misma índole o ante la crítica de sus propias acciones; crítica que resulta inseparable del análisis político y la tarea intelectual, y que además ayuda a advertir puntos ciegos que no deben pasar inadvertidos. “Otra cosa es con guitarra” dicen algunos políticos, mientras no faltan quienes desafían a los intelectuales “a meter las patas al barro”, sin diferenciar entre el rol de unos y otros e ignorando el beneficio que puede surgir de un diálogo que reconozca el aporte complementario de estas distintas esferas.

A fin de cuentas, es fundamental que cada cual cumpla su papel y el político debería ser el primer interesado en ello, precisamente porque su rol es irremplazable. Desde luego urgen candidatos y parlamentarios con mayor contenido, e intelectuales que dialoguen de modo activo y permanente con ellos, pero rara vez conviene identificar de manera acrítica sus tareas o funciones (y si alguien lo duda, puede examinar el discutible papel que han desempeñado algunos convencionales del ala más izquierda que provienen de la academia). 

El político, en particular, está llamado a mediar entre el plano de las ideas y la realidad política, ni más ni menos. Por decirlo en palabras simples, esto supone muchas horas de Congreso, de feria y de lectura: todo es necesario. Es la única manera de representar y articular diversos mundos a la vez. Pero llegados aquí, la pregunta inevitable es por qué ha sido tan difícil reconocer esta realidad. Y la respuesta, guste o no, remite en gran medida al gobierno anterior.

Antes y después de Piñera

Es indudable que el problema de la relación entre política e ideas en la derecha es de larga data, y sería exagerado atribuir todos los males a un solo dirigente, máxime cuando se sufrió una oposición tan despiadada como la que padeció Sebastián Piñera. Por lo demás, varios de los defectos que estallaron en el último gobierno —como la dificultad de tomar el control de la agenda a partir de una hoja de ruta propositiva— tienen antecedentes inmediatos en las dinámicas propias de la derecha posdictadura. Sin embargo, todo indica que la distancia entre ambas dimensiones alcanzó niveles inusitados en los dos mandatos de Piñera. 

Mal que nos pese, en ellos la lógica imperante siempre fue la excesiva confianza en los instrumentos económicos, las encuestas, el Big-Data o, en el mejor de los casos, los círculos de trato puramente personal. Ni la interlocución política ni la discusión doctrinaria e ideológica fueron una prioridad para el expresidente, y eran justamente esos los ámbitos donde podía cultivarse una relación más cercana entre políticos, de un lado, y esta nueva generación de analistas e intelectuales, de otro. 

No se exagera al subrayar este punto: la derecha perdió una oportunidad única, inédita, para impulsar un proyecto político de largo alcance. Columnistas y académicos con interés en lo público advirtieron en reiteradas ocasiones sobre los vacíos, carencias y decisiones que condujeron a este escenario. Entre otros, los problemas de diseñar gabinetes sin los debidos contrapesos políticos e intelectuales —si algo se extrañó para la crisis de octubre fue esto—, la importancia de apuntalar nuevos liderazgos, la relevancia de incorporar la variable sociológica a los análisis, la necesidad de adelantarse a la cuestión constitucional, y así. Aunque sea ingrato, es necesario volver sobre esas dificultades, porque es la única manera de sacar las lecciones del caso. Como es sabido, no hacerlo le pasó la cuenta a la fenecida Concertación. 

La centroderecha no debe cometer el mismo error: Chile enfrenta momentos decisivos, en los cuales está en juego la mejor herencia de nuestra república y de la reconstrucción democrática iniciada en los años de la transición; momentos en los cuales se requiere una oposición a la altura de las circunstancias. Ello exige abandonar las peleas de poca monta y cumplir un papel en la fiscalización cotidiana, pero también levantar la mirada e idear, en diálogo junto a otras fuerzas democráticas, alternativas bien fundadas ante el monumental desafío político y constitucional en el que estamos inmersos. 

En esta coyuntura y en los retos venideros puede ser útil examinar con mayor detención el trabajo que distintas personas e instituciones han desarrollado durante los últimos años en el campo de las ideas. No para encontrar una inexistente solución mágica e inmediata a los problemas y debates en curso, pero sí para ampliar la mirada y nutrir las decisiones políticas de diagnósticos y planes acordes al Chile actual. Y siempre recordando que dichas ideas y diagnósticos son un componente imprescindible en la renovación del centro y la derecha, pero no son lo único. 

En efecto, se requiere más diversidad social y regional en los dirigentes de primera línea, mayor arraigo territorial, nuevas prácticas partidarias, reforzar su vínculo con las bases y, en fin, una serie de tareas que confirman cuán irremplazable es el papel de los dirigentes políticos. Algo que —bien cabe insistir en ello— jamás han negado quienes intentan aportar desde el plano de las ideas a esta tan necesaria renovación.