Columna publicada el domingo 20 de marzo de 2022 por Tercera dosis.

Dos concepciones del pluralismo están en pugna en nuestra cultura, en nuestro país y en nuestro debate constitucional. De ahí que el momento actual sea también percibido en términos tan distintos. Para unos pareciéramos vivir una época de creciente pluralismo: la plurinacionalidad y la interculturalidad estarán en la definición misma del Estado y el pluralismo jurídico llegaría a ser una nota esencial de su sistema de justicia. Para otros, el rasgo característico del momento actual es más bien la ausencia de diálogo y un proceso constituyente que, marcado por esa ausencia, difícilmente podrá proteger la diversidad política del país.

Para dirimir entre estos diagnósticos no puede uno preguntarse si la diversidad está siendo afirmada por el texto constitucional y sus autores. Desde luego lo está, y de un modo muy enfático. Pero si nuestra discusión está marcada por distintas comprensiones del pluralismo, nada puede dirimirse preguntando cuántas veces se afirma en el borrador la pertinencia de la diversidad cultural o la plurinacionalidad. En lugar de eso, debemos buscar comprender las visiones del pluralismo en pugna. Comprenderlas permite notar en qué medida puede haber espacio para ambas, pero también nos puede mostrar puntos en que son simplemente antitéticas.

A un lado tenemos, en efecto, una concepción de la diversidad fuertemente atada a la política identitaria. De ahí el tipo de pluralidad en que se centra y los medios que concibe para defenderla. A ella dedicaremos nuestra primera sección. ¿Qué le hace frente? Una concepción tradicional del pluralismo que puede ser caracterizada por distintos ingredientes. Algunos subrayan la elección individual como su rasgo distintivo, pero también puede caracterizarse por la pluralidad de visiones y asociaciones como el centro de su atención. Veamos.

LA DIVERSIDAD DEL CULTURALISMO IDENTITARIO

Para comprender el pluralismo identitario basta con mirar a los orígenes de la Convención. El modelo de pluralismo que llegaría a predominar en ella, después de todo, quedó claro antes de que los convencionales fuesen siquiera elegidos. La manera en que se concibió ahí la representación –escaños reservados, paridad y listas de independientes– obedeció a la idea de que solo así se podía ver reflejada la diversidad del país. Que llegáramos a eso no obedece, desde luego, a simple activismo identitario: la política tradicional había hecho poco por fortalecer su vínculo con la ciudadanía. Dada su propia falta de recursos, terminó rindiéndose acríticamente ante este modo alternativo de representación.


Debemos buscar comprender las visiones del pluralismo en pugna. Comprenderlas permite notar en qué medida puede haber espacio para ambas, pero también nos puede mostrar puntos en que son simplemente antitéticas.


Pero como quiera que se distribuya la responsabilidad, el hecho es que la política identitaria pasó así a ser uno de los motores de nuestra discusión. La mentalidad en cuestión está bien retratada en una afirmación del convencional Daniel Stingo, quien en las primeras semanas declaró que debían respetarse distintas minorías étnicas, sexuales y sociales, pero no las minorías políticas. Así, hay un tipo de diversidad que se espera que impregne cada actividad imaginable, mientras hay otra cuya irrelevancia ya se ha declarado pública y explícitamente. Y no se trata de una singularidad de nuestra discusión local. Quienes estudian el impacto de la política identitaria en la academia norteamericana han constatado de modo recurrente un resultado que entronca exactamente con la mentalidad aquí ilustrada con los dichos de Stingo: la ampliación de la diversidad de género, raza y cultura ha ido de la mano de una reducción de la diversidad de puntos de vista[1].

Pero si esa mentalidad ya ha triunfado en la academia y se ha extendido de distintas formas por el mundo, hay una preocupante singularidad chilena: nadie más está escribiendo una Constitución bajo el imperio de esta mentalidad. De ella emanan no solo algunas propuestas específicas (como el pluralismo jurídico), sino que todo es tocado por el mismo marco. Un ejemplo elocuente se encuentra en la discusión sobre la descentralización: una vez que la legítima agenda descentralizadora se ve absorbida por el regionalismo identitario, parece toda una afrenta el negarle a un territorio determinado la condición de región (la comisión de Forma de Estado ya aprobó las regiones de Chiloé y Aconcagua, pero no serán el último nicho tratado con esta lógica). En los hechos, esta fragmentación del país solo puede traducirse en regiones cada vez más débiles, incapaces de ser contrapeso alguno a Santiago. Esos planteamientos, sin embargo, difícilmente pueden hacerse valer ante el discurso identitario. Por lo demás, aunque los mayores desvaríos sean luego rechazados por el pleno, propuestas como esta reflejan muy bien el espíritu imperante en las comisiones.


La mentalidad en cuestión está bien retratada en una afirmación del convencional Daniel Stingo, quien declaró que debían respetarse distintas minorías étnicas, sexuales y sociales, pero no las minorías políticas. Así, hay un tipo de diversidad que se espera que impregne cada actividad imaginable, mientras hay otra cuya irrelevancia ya se ha declarado pública y explícitamente. 


Si hay una comisión que representa dicho espíritu a cabalidad, se trata de la de Sistemas de Conocimiento. Para esta comisión, por decirlo con una de sus propias propuestas de artículo, “La ley deberá asegurar criterios de perspectiva de género, plurinacionalidad, inclusión, pluralismo y pertinencia territorial en la distribución de los recursos”. No solo en la distribución de recursos, aclaremos, pues en la propuesta original de dicha comisión no había materia que no hubiera sido tocada por el lenguaje de la identidad, en particular de la cultural. Estudiando el trabajo de esta comisión, Aldo Mascareño y Pablo Henríquez no han podido sino concluir que entre sus rasgos característicos está la disolución de la individualidad moderna en un “colectivismo culturalista”[2]. Además, cabe añadir que este culturalismo es incapaz de reconocer diferencias de rango entre las culturas de las que trata: puede tal vez hablarse de un sistema jurídico del mundo mapuche, pero es absurdo pretender algo semejante para cada uno de los pueblos en cuestión. La comisión, sin embargo, ha atribuido al “pueblo afrodescendiente chileno” incluso una epistemología y ontología propias. Como es natural, tampoco puede jerarquizarse las formas de conocimiento o indicar respecto de qué materias cada tipo de conocimiento es pertinente. Así, el conocimiento y los “saberes” son en buena medida tratados como equivalentes, de modo tal que incluso se ha pretendido defender –¡con rango constitucional!– el arte callejero como “parte de los patrimonios culturales de los pueblos de Chile”.

El tipo de inclusión así promovida nos sugiere que no solo está en juego la defensa de un tipo específico de diversidad, sino que hay también una visión sobre los medios adecuados para su defensa. La tolerancia, otrora virtud fundamental de las sociedades pluralistas, tiende a ser reemplazada por llamados al respeto, la promoción o el cuidado. Dicho reemplazo no es accidental: las culturas e identidades no pueden ser objeto de mera tolerancia, como lo puede ser una idea que consideramos equivocada. Asimismo, hay un fuerte énfasis en la diversidad interna que deberían tener las instituciones para ser consideradas como pluralistas. Se habla, en efecto, de diversidad, pero lo que se tiene en mente no es promover la diversidad de asociaciones, sino la diversidad interna de las mismas, sobre todo en términos de género y cultura. De ahí el Cupo Laboral Trans en el programa de gobierno o la “presencia de la diversidad cultural indígena en los medios de comunicación públicos o privados” (propuesta de la comisión de DDFF).


La tolerancia, otrora virtud fundamental de las sociedades pluralistas, tiende a ser reemplazada por llamados al respeto, la promoción o el cuidado. 


Nos cuesta imaginar que un tipo de diversidad pueda acabar asfixiando a otra, pero aquí tenemos un ejemplo claro de esa posibilidad: una cosa es un sistema pluralista de medios, y otra cosa es que el Estado vele por el pluralismo interno de los medios mismos. Se trata de una encrucijada que William Galston ha llamado la “paradoja de la diversidad”: la preocupación por la diversidad interna de las instituciones bien puede acabar haciéndolas más parecidas entre sí[3]. De ahí la urgencia de preguntarse si acaso este modelo de pluralismo, cuyos rasgos al menos hemos esbozado, puede coexistir con un modelo rival o necesariamente lo acabará ahogando. Pero antes de responder a esa pregunta tenemos, desde luego, que decir algo más sobre dicho enfoque rival.

LA VISIÓN TRADICIONAL

Como es evidente, la posición que hemos reseñado se alimenta de una imagen determinada del pasado: quienes suscriben la imagen de nuestro pasado como opresor y monolítico no pueden sino experimentar el presente como una irrupción del pluralismo, como si la diversidad de Chile recién ahora estuviera haciéndose visible. Después de todo, es un mantra repetido hasta el cansancio que la Convención representa al Chile real como ninguna institución lo ha hecho. Esta es, en efecto, una de las importantes diferencias entre ambas visiones: todos podemos constatar el carácter imperfecto del pluralismo que hemos vivido, pero la diversidad no es algo que esté emergiendo recién hoy. La visión tradicional del pluralismo reconoce que la historia de nuestro país, como la del resto de Occidente, es en muchos sentidos una historia plural, una historia que con sus graves imperfecciones puede seguir siendo objeto de aprecio. Una historia con víctimas, por cierto, pero no una historia que pueda ser descrita solo bajo la óptica victimista. Así, este es un pluralismo que se puede reconocer a sí mismo en deuda, pero que a la vez sabe vivir reconciliado con el pasado.


El triunfo del modelo identitario de diversidad significaría no solo la disolución de la individualidad moderna, sino también la derrota para el pluralismo social y el de visiones.


¿Cómo caracterizar, entonces, esta visión “tradicional” del pluralismo? Para algunos, la clave está en el lugar de la autodeterminación individual, ahogada ahora por una comprensión esencialista de la cultura. Es el punto que destacan Mascareño y Henríquez, y del que puede encontrarse múltiples pertinentes formulaciones. Hay una importante dosis de verdad en esa descripción del problema, pero hay otros aspectos adicionales que es importante notar. La concepción tradicional del pluralismo puede también caracterizarse por la idea de que la pluralidad decisiva no es la cultural, sino la de visiones. Puede tratarse de filosofías o de religiones, de visiones de mundo o de visiones políticas. Comoquiera que las describamos, estas visiones orientan buena parte de la vida y nos llevan a desplegar nuestras vidas en comunidades y proyectos específicos. Si esa pluralidad de visiones es tan real y central, de ella se sigue también la importancia de la pluralidad de asociaciones. Una sociedad pluralista solo subsiste si esas distintas orientaciones vitales tienen espacio para desarrollarse y para contribuir al bien común de un modo que respete la consistencia de la respectiva visión. La democracia pluralista es una democracia de partidos (que canalizan visiones de mundo en la arena política), pero es también una forma de vida que posee una preocupación central por un entramado social plural.

Si esas dos dimensiones han sido centrales para la concepción tradicional del pluralismo, bien cabe decir que en ella muchas veces ha faltado como tercer pilar un adecuado reconocimiento de la pluralidad cultural. No solo nos movemos en distintas asociaciones y cultivamos distintas ideas, sino que estamos arraigados en contextos culturales particulares. Esa diversidad cultural efectivamente merece un adecuado reconocimiento. Nada obliga, sin embargo, a que ese reconocimiento adopte la forma que tiene en la política identitaria que domina la Convención. Una adecuada aproximación al pluralismo supone, por el contrario, que seamos capaces de reconocer la pluralidad de visiones, culturas y asociaciones, cada una de estas en su justa dimensión. Una mirada como esa puede hacer lugar a formas del pluralismo jurídico, pero al mismo tiempo tendrá que recordarnos que, no siendo la cultura el único eje decisivo de la vida humana, dicho pluralismo tiene que ser debidamente limitado.

La tensión entre la visión tradicional y la identitaria excede, en cualquier caso, la cuestión del pluralismo jurídico (y excede el debate constitucional). Para que las declaraciones sobre el reconocimiento cultural puedan proveer una orientación adecuada, debe ofrecerse una explicación mínimamente clara de cómo lo cultural se distingue de otros planos. ¿Cómo repercute, por ejemplo, el reconocimiento cultural sobre la manera de pensar la espiritualidad de la población indígena y no indígena? ¿Son cultura y cosmovisión un todo unificado o podemos pensarlos por separado? ¿Es tan auténtico el mapuche católico como el que cultiva su religiosidad originaria? ¿Merece el mismo resguardo el templo del mapuche evangélico que los lugares sagrados de otros mapuches? Si se concibe la cultura en términos esencialistas, no hay ninguna respuesta satisfactoria a estas preguntas. Después de todo, aunque el culturalismo reinante pueda reconocer la diversidad de visiones, tiende a reducirlas a subproducto de lo cultural; todo está reducido, precisamente, a identidades: se piensa de un modo porque se pertenece a tal o cual grupo.

¿INTEGRACIÓN O ANTÍTESIS?

¿Pueden convivir estos dos modos de concebir el pluralismo? Hay un sentido en que la respuesta a esa pregunta bien puede ser positiva: ciudadanos que adhieren a una u otra de estas mentalidades bien pueden vivir en paz dentro de una misma comunidad política. Pero la capacidad de convivencia de las personas es compatible con que las mentalidades en cuestión estén en una tensión tal, que el avance de la una implique un necesario retroceso de la otra. Esa es la pregunta que hoy debemos hacernos. Porque en nuestra cultura subsisten en tensión los dos modelos, pero el cambio constitucional impulsa hoy de modo inédito al primero de ellos.

La cuestión de su compatibilidad no puede entonces zanjarse constatando que ambos modos de concebir el pluralismo van a estar en la Constitución. Naturalmente van a estar: junto con afirmar la diversidad cultural y sus múltiples derivaciones, se afirmará también la libertad de creencias, opiniones, cosmovisión, etc. Pero estos listados de libertades solo serían satisfactorios si fuesen acompañados de una comprensión adecuada de las cosas enumeradas. Si la diversidad cultural es el modelo en base al que se piensa la diversidad de visiones, por ejemplo, se tenderá a pensar que ningún juicio fuerte sobre ideas o creencias ajenas puede ser aceptable (ya que tales juicios no parecen aceptables en el caso de las culturas).

Y precisamente en este punto reina una colosal confusión, como bien lo ilustra la definición de Estado intercultural que ya entró al borrador de Constitución. Ahí no solo las culturas son objeto de reconocimiento, sino que las “cosmovisiones de los pueblos” del país son objeto de reconocimiento, valoración y promoción. Desde luego hay contextos arcaicos en que cultura y visión de mundo se identifican; pero pretender algo así respecto de los pueblos originarios en su existencia actual carece de sentido (precisamente porque en ellos hay multitud de visiones de mundo). Mucho menos tiene sentido hablar así del país. En él hay distintas culturas (por lo demás bien entremezcladas) y multitud de visiones de mundo. Pero el modo adecuado de tratar esas visiones es la crítica y la evaluación, el rechazo o la adopción, no la valoración y promoción.

No es raro que en este clima la objeción de conciencia (individual e institucional) sea tratada con tan manifiesto desdén. Después de todo, esa objeción nos recuerda que en realidad nunca es posible la inclusión universal sin tensiones. Que no se quiera ver ese hecho es una mala noticia no solo para la pluralidad de visiones, sino también para la de asociaciones. El ímpetu con el que se ha rechazado la objeción de conciencia institucional, en efecto, ha acabado afectando el modo en que se concibe el conjunto de la vida institucional. Así, en lo que se refiere a la titularidad de derechos fundamentales, la comisión respectiva acabó presentando una propuesta (luego rechazada en el pleno) que bien refleja la mentalidad en cuestión: titulares de tales derechos serían las personas naturales, los pueblos indígenas y la naturaleza, pero las personas jurídicas solo en los casos en que la Constitución lo señale expresamente.

Podemos leer esto como la capital incoherencia de una Constitución partisana, que le concede a sus amigos los derechos que niega a otros. Pero también podemos ver aquí la coherencia interna de dos visiones de la diversidad que están destinadas a chocar. El triunfo del modelo identitario de diversidad significaría no solo la disolución de la individualidad moderna, sino también la derrota para el pluralismo social y el de visiones. Es cierto que el triunfo de uno de estos tipos no implica la prohibición del otro, y que en la propuesta de Constitución ambos pueden ser afirmados de múltiples maneras. Pero hay una mentalidad dominante, y es ella la que orientará la interpretación cuando los dos modelos entren en conflicto. Esa es precisamente la gravedad del momento actual.


NOTAS Y REFERENCIAS

[1] Véase, por ejemplo, Clay Routledge, “We Champion Racial, Gender and Cultural Diversity–Why Not Viewpoint Diversity?” en The Scientific American 24 de octubre 2016. https://blogs.scientificamerican.com/guest-blog/we-champion-racial-gender-and-cultural-diversity-why-not-viewpoint-diversity/

[2] Pedro Henríquez y Aldo Mascareño, “Individualidad, la parte maldita. Culturalismo en el informe de la comisión de Sistemas de Conocimiento”, 25 de febrero de 2022, https://c22cepchile.cl/publicaciones/individualidad-la-parte-maldita-culturalismo-en-el-informe-de-la-comision-sistemas-de-conocimiento/.

[3] William Galston, Liberal Pl