Columna publicada el martes 8 de marzo de 2022 por La Tercera.

La estrategia comunicacional de la Convención Constitucional ha seguido desde el principio un patrón arrogante y paternalista. Arrogante, pues ha asumido una identidad con “el pueblo” (o los pueblos) y sus necesidades, en vez de intentar buscarla. Paternalista, porque han considerado que toda crítica recibida proviene del error ajeno o derechamente de la mala fe. Esto nos indica que la Convención tiende a concebirse a sí misma como una vanguardia, como una avanzada preclara que señala y allana el camino a los verdaderos intereses populares. Y, como todo vanguardismo, la vemos transitar ahora, cuando quedan en evidencia sus errores, desde la arrogancia confiada en la propia infalibilidad hacia la búsqueda paranoica de chivos expiatorios.

La izquierda está acostumbrada a coordinarse mediante eslóganes y referencia a algún enemigo poderoso. El eslogan al inicio de la Convención fue “se defiende” y el enemigo era la derecha que supuestamente quería boicotear la instancia. Esta fórmula funcionó en la medida en que el pequeño grupo de convencionales de derecha que venía de la campaña del “rechazo” aportaba material, y mientras los sectores más optimistas que se encontraban todavía en el beneficio de la duda. Así, izquierda y ultraizquierda lograron coordinarse de manera eficaz bajo ese paraguas.

Sin embargo, dicha estrategia se debilitó por dos factores: el maximalismo y desorden de la ultraizquierda -absurdamente sobrerepresentada en la Convención- y la evidente impotencia de la facción reaccionaria de la derecha dentro de la instancia. El momento en que se rompe el dique comunicacional es cuando queda en evidencia la farsa de Rojas Vade de la “Lista del pueblo” y —todavía operando en el “se defiende”- sus compañeros salen a intentar justificarlo, atacando a la prensa por revelar su mentira y relativizándola. Hoy, cuando ya hay consenso sacrificial en contra de Rojas, pocos recuerdan que buena parte del daño producido a la imagen de la Convención por su caso no proviene directamente de él, sino de sus defensores de primera instancia, que hoy rasgan vestiduras en su contra.

Al romperse ese dique, la ilusión mediática forzada de “sabiduría ancestral” en las intervenciones de Loncon y “experticie técnica” en las de Bassa fue removida, quedando en evidencia que ninguno de los dos tenía la autoridad que se les atribuía ni sabía para dónde iba la micro. En esta etapa sus dichos se vuelven cada vez más torpes y arrogantes, que es lo que suele pasarle a los actores políticos que entran en un espiral de desesperación. Si uno reconstruye sus intervenciones verá que se dedicaron a emitir declaraciones poco inteligentes y luego pelear con la prensa por haberlas reproducido.

Esta caída libre ha continuado y se ha acelerado en la medida en que comienzan a votarse las propuestas en las comisiones y en el pleno. La nueva directiva ha debido echar mano a un discurso cada vez más paranoico y conspirativo para no hacerse cargo de las críticas que emanan ahora desde distintos sectores políticos. La nueva presidenta, María Elisa Quinteros, ya habla de “una campaña en contra de la Convención”, pero ni siquiera se atreve a identificar quién la habría levantado. El registro es el de un populismo sin pueblo. Y sus definiciones desafían la lógica elemental: las regiones tendrían autonomía en todos los atributos soberanos, nos dice, pero eso no significa que el país se reparta en pedacitos, como alegaría la “campaña” anticonvención.

Patricia Politzer ha terminado, en este mismo contexto, jugando un rol angustiante. Su defensa consiste en atacar los supuestos intereses ocultos de quienes cuestionan las decisiones de la Convención en vez de hacerse cargo de dichas críticas en algún nivel sustantivo. El dispositivo es tan superficial como vacío. Y llega a la simple soberbia cuando plantea que el apoyo a la instancia viene cayendo porque “la gente” no sabe o no entiende las virtudes de lo que están fabricando, anunciando que ahora vendrán a educarnos en dichas virtudes mediante una campaña. Mismo error de las AFP: la Convención me explicó y yo entendí.

¿Cómo llegamos a esto? La falla estructural de la Convención tiene que ver con su composición: la mayoría de los independientes y los cupos reservados indígenas resultaron ser activistas de ultraizquierda disfrazados de “pueblo” con agendas pequeñas y visiones extremas, claramente desajustadas respecto al sentido común nacional. La Convención no se parece políticamente a Chile: esto quedó claro cuando Boric tuvo que moderarse radicalmente para revertir la derrota con Kast, pero a ellos no se les movió un pelo. Luego, lo que dentro de ese espacio distorsionado logra generar acuerdos, afuera se encuentra en los límites o por fuera del sentido común. Están legislando para otro país, tal como señaló José Maza (otrora gran promotor de la instancia). Y, a menos que los sectores democráticos superen su síndrome de Estocolmo, el daño que le pueden terminar haciendo tanto a Chile como a la izquierda es enorme.

Pongámoslo así: Gabriel Boric tiene la oportunidad de iniciar democráticamente las reformas sociales más importantes de los últimos 30 años. La izquierda nunca había logrado un triunfo electoral tan sólido. Está en una posición inmejorable para comenzar la construcción de un Estado social, tal como los laboristas ingleses de 1945 que -entre otras cosas- crearon el famoso Servicio Nacional de Salud que perdura hasta hoy. En esa agenda tienen, hasta ahora, apoyo en importantes sectores empresariales y de derecha. Lo único que puede reventarlos es un maximalismo bananero, autoritario y disolvente, calcado al que destruyó a la Unidad Popular antes del golpe. Y si eso pasa, la reacción -que ya mostró las garras en la elección presidencial- no se hará esperar.

Hay un capítulo de la vieja serie “Los autos locos” en que el villano Pierre Nodoyuna, que siempre intenta ganar haciendo trampa, toma legítimamente la delantera. Está a punto de llegar primero cómodamente, pero le molesta hacerlo respetando las reglas. Y, al tratar de ampliar su ventaja a la mala, termina derrotado. La ultra actúa exactamente así: no conciben ganar sin ponerle el pie encima al adversario, humillar al resto y patear la escalera. Los triunfos democráticos -que siempre dejan abierta la puerta para ser revertidos por el electorado- les parecen despreciables. Y, en el fondo, prefieren perder que ganar en términos que no sean absolutos. Lo que les enoja de la dictadura de Pinochet es sólo que no fuera de izquierda.

Es hora, entonces, de que las fuerzas responsables de centro, izquierda y derecha se unan para darle a la república una nueva Constitución eficaz, moderna y democrática a la que todos podamos y queramos ser leales. Una base sólida sobre la cual las reformas de los gobiernos venideros puedan anclarse con decoro y confianza. Y si la Convención no está a la altura de ese desafío, es sano reconocer que habrá que buscar otro camino para lograrlo. Es inaceptable que la ultra, que en el mundo real casi no existe y a la Convención entró por la ventana, siga poniendo de rodillas a sus pares, obligando a sus voceros a hacer el ridículo y amenazando con hundir al nuevo gobierno con la excusa de querer ayudarlo haciendo trampa.