Columna publicada el domingo 20 de marzo de 2022 por La Tercera.

“Me rebelo contra quienes se oponen al aborto argumentando que están a favor de la vida. Es una afirmación extremadamente violenta, que intenta humillar y descalificar”. Así defendió la convencional Patricia Politzer su apoyo a la norma aprobada por la Convención que establece el derecho a la “interrupción voluntaria del embarazo” y a una “educación sexual integral”. Se trata de uno de los muchos discursos que celebraron un día tildado de histórico, en que, hasta la propia vocera de gobierno, Camila Vallejo, abandonó por un instante la pretendida prescindencia del Ejecutivo sobre el proceso constituyente. Pero vale la pena detenerse en este discurso en concreto, no tanto por las razones que inspiran su defensa del aborto, como por el modo en que entiende la postura contraria. En una lógica que ha ido permeando a la Convención, el desacuerdo se presenta como violencia, y ya no se reconoce del otro lado una posición legítima que merezca ser considerada, sino un ataque y una humillación. Son palabras tan fuertes como reveladoras, pues resumen bien lo que fue aprobado en el pleno: al consagrarse como derecho se zanja artificialmente la disputa sobre el aborto. No hay deliberación posible al respecto; solo queda regular e implementar.

Ante los cuestionamientos levantados, se ha dicho que tocará al Congreso dirimir una eventual fijación de plazos y detalles para el ejercicio de estos derechos, pero como sea ya hay un claro marco establecido. De partida, la norma referida se enmarca en un artículo previo que obliga al Estado a “adoptar todas las medidas necesarias para lograr de manera progresiva la plena satisfacción de los derechos fundamentales”. No es cierto, entonces, que se esté dejando toda la especificación al legislador, pues ya se ha definido que corresponderá al Estado facilitar y promover el acceso al aborto. Así, mientras se eliminan los mecanismos de contención para aquellos que ven aquí un atentado a sus visiones de mundo (las normas relativas a objeción de conciencia han sido rechazadas), se identifica explícitamente al Estado con la agenda de un grupo particular (y podrá ser acusado si se desvía de ese ideario). De esta forma, se va cerrando cualquier deliberación sobre la materia, excluyendo de paso a quienes no se reconocen en la norma al reducirlos a violentistas que en su defensa de la vida perpetúan la dominación de la mujer. 

Criticar estas normas del proyecto de nueva constitución no es simplemente una defensa de creencias particulares, sino también un acto de compromiso democrático. Las disputas sobre materias tan delicadas –como poner fin a la vida de otro– deben quedar en sede deliberativa justamente porque no hay acuerdo respecto de la legitimidad incontestable de alguna de las posturas en pugna. Si lo que se busca es construir una casa donde quepan todas las visiones, tan fundamental como fijar aquello que queda dentro de la Constitución, es definir lo que se dejará fuera. Lo aprobado en aborto y educación sexual esconde en su supuesto avance en la emancipación de la mujer, la clausura de un debate que sin embargo sigue vigente. Una nueva señal de ceguera por parte de la Convención, que olvida cómo en otros lugares del mundo este tipo de cerrojos a la deliberación han abierto el camino para el retorno de minorías aplastadas que, furiosas, eligen a los líderes que prometen reivindicarlas. La paradoja es que mientras se crítica a la vieja Constitución por impedir la expresión de las mayorías, la que hoy se redacta está cercando la tan enarbolada agencia política del pueblo.