Columna publicada el miércoles 2 de marzo de 2022 por Ciper.

Las dos veces que Sebastián Piñera llegó a La Moneda lo hizo con una promesa derivada de su trayectoria empresarial: la capacidad de sacar réditos del modelo vigente en Chile. Esto fue todavía más patente en su segunda elección, cuando todos ya conocíamos las dificultades políticas del expresidente y sin embargo lo reelegimos tras el gobierno de Michelle Bachelet. Su defensa de aquel modelo heredado se amparó en una restringida visión de qué constituye la técnica en la administración pública, parapetándose tras ello para enfrentar a quienes denunciaban sus evidentes tensiones y dificultades.

Esta visión omnipotente de la técnica, de pensar el gobierno como una mera administración de las cosas, parecía hacer innecesaria toda deliberación política. Asumía que la expansión del mercado sería capaz de resolver sus propios problemas. Es cierto que Piñera no es ningún ortodoxo, sino más bien alguien que aprovecha la corriente para hacer sus apuestas. Pero sí que hasta el 18-O venía rodeado por un gabinete «sin complejos», de tono duro contra sus críticos (pienso, entre otros, en ex ministros y asesores venidos de la gestión privada, tales como Gerardo Varela, Cristián Larroulet, Roberto Ampuero, José Ramón Valente o Mauricio Rojas).

Con el gobierno que en estos días llega a su fin, Sebastián Piñera echó las paladas finales de tierra sobre una relación entre gestión y política que venía siendo problemática desde hacía algún tiempo. Tal como escribió en varias ocasiones Daniel Mansuy, la petrificación del consenso noventero, a pesar de los evidentes avances del periodo, hizo difícil procesar los profundos cambios —algunos subterráneos, otros bastante evidentes— de los últimos años en la sociedad chilena. Fue como nuestra propia versión del fin de la historia. La promesa de la técnica como gestora suficiente de conflictos, encarnada muchas veces en economistas-profetas, terminó acumulando mucho polvo bajo la alfombra. En palabras de Sol Serrano, «la retribución del esfuerzo personal junto al apoyo del Estado sería la calidad de vida y la seguridad». Y a pesar de que Piñera prometió algo parecido a eso en la segunda vuelta de 2017, lo cierto es que el triunfo holgado ante Guillier hizo que el compromiso se olvidara incluso antes de iniciar su gobierno.

El diagnóstico se ha repetido varias veces: el modelo se volvió dogma y sus recetas parecían escritas en piedra. Todo esto redundó en una cerrazón casi completa en torno a unas pocas premisas vinculadas a libremercado, emprendimiento y prescindencia estatal; una épica de defender lo construido contra todo cuestionamiento. La cerrazón terminó por impermeabilizar los ojos y oídos de la clase dirigente: no sabían —con una torpeza que solo agrava la falta— qué pasaba en el país. No tenían herramientas para captar, y menos para entender ni procesar lo que acontecía. Así, las tensiones y malestares de la modernización capitalista —proceso que nos hermana con tantos otros países— no recibieron la atención que requerían. La técnica, como un horizonte y camino preestablecido, había subyugado a la política. El modelo estaba claro. Bastaba apretar los dientes, parchar un poco, avanzar más rápido (incluso a costa de la promesa de campaña de articular mérito y solidaridad que hiciera durante aquella segunda vuelta).

La insistencia ciega en el modelo tuvo consecuencias profundas. Hoy el cambio tiene todas las de ganar; y, lamentablemente, la relación entre técnica y política se volvió casi imposible, en desmedro de la primera. Hoy da la impresión de que para mover la aguja bastaran el talento y una inmensa voluntad. Los meses que siguieron a octubre de 2019 mostraron que, pese a ventanas de oportunidades, el gobierno se resistió a salir de sus posiciones tradicionales para abordar la crisis social. Sólo logró hacerlo cuando las cartas ya estaban echadas, jugándose al todo-o-nada con el proceso constituyente.

La relación entre técnica y política terminó de quebrarse en 2020, luego del juego de suma cero entre la cerrazón gubernamental para acudir con ayudas sociales oportunas y una oposición que ideó medios poco idóneos para compensarlo. Me refiero, por cierto, a los retiros de las AFP, esa droga dura que hasta hoy amenaza con poner en aprietos al gobierno entrante. Al darle la espalda a toda consideración razonable sobre los problemas asociados a menguar los fondos de pensiones, la política renunció a su posibilidad de limitar y conducir, de matizar y gestionar, dando paso a su propio enemigo mortal, aquel de la inmediatez populachera que, al elaborar soluciones, prescinde de toda consideración experta. De más está decir que casi toda la coalición entrante se sumó alegremente a la fiebre del oro previsional, y se verá en severas dificultades para poner freno a esta mala medida.

Por último, en este proceso la Convención se nos representa, en términos psicoanalíticos, como el retorno monstruoso de lo reprimido; un espacio cuyo principal objeto debió ser sentar las bases para un camino colectivo terapéutico, de enfrentar y sanar nuestras fracturas para así permitir el despliegue de la política. Sin embargo, hoy éste se nos aparece muchas veces más bien cooptado por el voluntarismo de quienes quieren partir desde cero, saldar en un texto el total de las deudas, incluir todas sus aspiraciones. La paradoja es que eso mismo vuelve improbable, difícil y angustioso el proceso político. Es una voluntad exenta de límites, que ha preferido la declaración inflamada por sobre el frío (y menos atractivo) diseño de una sala de máquinas. Pero es en los vericuetos técnicos del poder donde se juegan las partidas fundamentales; y también sobre grises escritorios burocráticos que se cargan las esperanzas. Cuando lo que se requiere es justamente el espacio compartido y eficiente, no es política la pelea identitaria ni la dispersión en infinitos fragmentos de sociedad. De ahí que el desprecio por la técnica tenga profundas consecuencias respecto de nuestro entramado institucional.

Justo ahí donde se unen técnica y política se abre la creación de ese espacio compartido en el que poder construir un consenso —por frágil y precario que sea— que cuidar. No exento de conflictos, por cierto, pero al menos orientado de un modo en que nos sea posible procesarlos y guiarlos para hacerlos  fructíferos.

Piñera se retira entre escombros. Será el último gobernante de aquel viejo consenso que con su gobierno se terminó de romper. Vaya contradicción: quien prometió rescatar la técnica para reinstaurar su reinado sobre la política, sobre nuestra vida común, fue quien obró de sepulturero. Creo que la habremos de extrañar. Mientras, se hunde entre los cantos rituales de todos los sectores que la sacrificaron en los altares en favor de una efímera línea de crédito.

Un retiro entre escombros. No hubo cambio, futuro ni esperanza.