Columna publicada el lunes 14 de marzo de 2022 por La Segunda.

El tratamiento constitucional del aborto no depende únicamente de la posición que uno defienda sobre el fondo del asunto. Es lógico que quienes comprendemos el aborto directo o procurado como una injusticia muy grave —como un tipo de homicidio—, siempre intentaremos argumentar contra su práctica. Sin embargo, tanto partidarios como detractores del aborto podemos encontrar buenas razones para dejar su regulación específica al legislador. 

Un primer argumento que respalda esa actitud deferente remite al papel que juega un texto constitucional en sociedades plurales como la nuestra. En ellas concordamos sobre el contenido general de muchos derechos, pero diferimos en sus detalles. Por ejemplo, la libertad de expresión, que salvo en regímenes dictatoriales es protegida de modo robusto. No obstante, ante la pregunta de si la quema de un emblema patrio en la plaza pública representa una manifestación legítima de dicha libertad, típicamente habrá una discusión. Y en democracia lo lógico es que la resuelva el legislador.

En casos tan disputados y polémicos como el aborto, donde la fractura moral es patente —pocos temas dividen tanto a las sociedades contemporáneas—, es todavía más claro que conviene dejar al legislador los detalles. Más aún cuando uno de los principales motivos para justificar el cambio constitucional ha sido precisamente la necesidad de otorgar más espacios a las mayorías legislativas (las que, dicho sea de paso, hace pocos meses se pronunciaron al respecto). 

La Convención, sin embargo, ha optado por una fórmula radicalmente distinta, como si bastara disparar derechos en abstracto para negar todo el debate involucrado. Así, el pleno ya aprobó en general la garantía del aborto, sin límite de plazo y asegurando su “ejercicio libre de violencias y de interferencias por parte de terceros, ya sean individuos o instituciones”. Si a esto se añade la falta de remisión expresa al legislador y el rechazo en comisión de la objeción de conciencia en todas sus formas, la conclusión es inevitable: se busca imponer el aborto urbi et orbi. Un caso único a nivel mundial.

Todo esto conecta con otra consideración de carácter político. Mientras el aborto libre entusiasma sobre todo a ciertas elites en el estudio del COES la ciudadanía se encuentra bastante más dividida, su consagración constitucional excluye del nuevo texto a miles, o tal vez millones de ciudadanos, católicos y no católicos, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes. Casi como si se quisieran sumar razones y grupos contra la nueva constitución antes de que nazca. 

Quien busque hacer del plebiscito un “punto de encuentro y no de división” —Boric dixit— debería advertir las consecuencias de este escenario. Después ya será tarde.