Columna publicada el domingo 20 de febrero de 2022 por El Mercurio.

Las primeras votaciones efectuadas en el pleno de la Convención han confirmado —si cabía alguna duda— que el nuevo texto tendrá un marcado carácter refundacional y, por qué no decirlo, de revancha. No se trata sólo del contenido, sino también del tono empleado a la hora de argumentar: hay muchos convencidos de estar pariendo un nuevo Chile, y obran en consecuencia. Se suele decir que la Constitución de 1980 buscó refundar, pero debe decirse que los casos dejaron de ser comparables, pues todo indica que el nuevo texto recogerá poco y nada de nuestra tradición constitucional.

La nota dominante de la CC parece ser, entonces, una fuerte voluntad de ruptura. Esa voluntad arranca de una ilusión, según la cual un texto constitucional tiene poderes milagrosos sobre la realidad —que los representantes de pueblos originarios, de cultura predominantemente oral, se sumen alegremente a esa quimera no es la menor de nuestras paradojas—. Con todo, el elemento central pasa por el profundo desprecio a las últimas décadas, y también a la historia de la república. Según demasiados convencionales, no habría allí (casi) nada que rescatar. Si todo debe ser cambiado, es porque todo está mal, todo ha sido fuente de opresión. La tesis subyacente es, desde luego, que la mayoría de los chilenos suscribe íntegramente un diagnóstico de ese tipo. Para decirlo en simple, las decisiones de la Convención suponen que el plebiscito de salida es un mero trámite, y que los chilenos aprobaremos cualquier cosa con tal de salir del infierno de la Constitución vigente. La idea, además, es compartida por sectores de derecha, que dan por perdidos esos comicios (sin percatarse de que pueden caer en la profecía autocumplida). En efecto, ¿cómo esperar que, tras el plebiscito de entrada, la elección de convencionales y el triunfo de Boric pudiera ganar el Rechazo?

No obstante, la tesis tiene más de una dificultad. Por de pronto, no comprende la naturaleza de un plebiscito constitucional. En este caso, no se trata sólo de ganar, sino que es muy importante obtener el margen más amplio posible. Pero ocurre que es precisamente ese margen el que la Convención mira con desdén. Se prefiere ganar por poco antes que ampliar la base de apoyo construyendo acuerdos con el sector de la derecha que quiere dialogar. Olvidan que las constituciones estables, aquellas que son capaces de durar treinta años, son fruto de un consenso largo, mucho más largo del que vemos en la Convención.

Por mencionar un ejemplo, la Carta Magna que rige en Francia fue aprobada por más de un 80% del electorado. ¿Por qué nuestros convencionales no hacen mayores esfuerzos en esa dirección, e intentan hablarles a otros mundos? Un triunfo estrecho del nuevo texto no resolverá, ni de lejos, nuestro problema constitucional. Estaríamos, más bien, entrando en un nuevo período de sucesivos ensayos y reformas constitucionales, proceso de costos insospechados que podría tomar décadas. Esto se verá agravado por el carácter que, hasta ahora, va adquiriendo el texto: las normas propuestas no son coherentes entre sí, y su implementación será muy difícil (Genaro Arriagada ha hablado, con razón, de “Estado fallido”).

Pero hay más. La confianza respecto del plebiscito de salida adolece de grave temeridad. Después de todo, hace tan solo unos meses, una derecha destruida obtuvo la mitad del Congreso y ganó la primera vuelta. La elección de noviembre mostró que la apuesta de los chilenos por el cambio es mucho menos radical de lo que suele creerse. El deseo existe, y es profundo, pero convive con el aprecio por cierta estabilidad. Conducir el país exige combinar, con mucha delicadeza, ambos anhelos, y buscar un equilibrio tan difícil como necesario entre ambos polos. Este es el dato: el octubrismo puro y duro obtuvo tan solo un cuarto de los votos en primera vuelta. Boric triunfó semanas más tarde, pero lo hizo precisamente realizando el giro que la CC no quiere (¿ni puede?) hacer. Esto es extraño, y merece ser notado: la Convención parece estar segura de que el plebiscito se parecerá a la segunda vuelta y, sin embargo, hace todo lo posible por asumir las banderas del candidato derrotado en la primera. Estos hechos elementales hablan de un cuadro mucho más incierto del que suponen nuestras elites, y es curioso que se pierdan de vista tan rápidamente. Por lo demás, no hay nada nuevo bajo el sol. En los últimos años, el electorado chileno le ha dado sistemáticamente la espalda a quienes han ganado elecciones: tanto la popularidad de Bachelet como la de Piñera duraron algo más que un suspiro.

Estos números, por cierto, no son replicables sin más en el plebiscito de salida, pues nuevos factores entrarán al ruedo. Puede pensarse que el texto ofrecerá derechos sociales atractivos para parte relevante del electorado, pero también habrá afectados por las normas, y no serán pocos. Tendremos voto obligatorio y nuevos votantes, de comportamiento impredecible. El plebiscito también será una evaluación del nuevo gobierno, y es imposible saber, al día de hoy, cómo lo encontrará. ¿Cuánto pesarán los problemas de seguridad y migración? ¿La crisis económica? ¿Alcanzará la derecha a rearmarse luego del episodio piñerista? Así, las preguntas podrían multiplicarse, y obligan a una sola conclusión: cometen un profundo error quienes asumen que el plebiscito es cosa jugada, en uno u otro sentido. La historia no está escrita ni tiene una dirección unívoca: tal es la condición de nuestra libertad.